Preconciliar
Don Pablo de Rojas, el obispo cismático de las clarisas de Belorado, tiene más razón que un santo: la Iglesia católica ha perdido mucho encanto desde Juan XXIII. El Concilio Vaticano II solo trajo curas con guitarritas que hacían unas misas interminables. Yo los recuerdo con terror. Alguno incluso bajaba del altar con el micrófono para preguntarnos a los niños, y aquello era como estar haciendo un examen oral. Para colmo, había curas que trabajaban y de pronto te los encontrabas arreglando coches o poniendo antenas, con los vaqueros manchados de grasa y una visera de Caja Rural. Solían ser simpáticos, pero en materia de majestad y de temor divino dejaban mucho que desear y no resistían la comparación con el patriarca de Constantinopla. Uno no debería alcanzar la dignidad episcopal sin lucir unas barbas proféticas y una barriga compatible con la ingesta compulsiva de chocolate y bizcochitos.
En eso, por desgracia, también falla don Pablo, que tendría que dejar ya de afeitarse si quiere montar un cisma como dios manda. La alianza con las clarisas de Belorado puede serle beneficiosa en términos de bizcochitos, pero debería darse prisa: un hombre con tanto amor por la escenografía no puede presentarse en público lampiño y macilento, como un sacristán cualquiera. Lutero no llevaba barba, pero tenía malas pulgas, sabía alemán y era un aguafiestas. No es nuestro modelo.
Hay que volver a Pío Nono, don Pablo, y untar dulcemente las galletas de las clarisas en chocolate mientras olemos incienso, rezamos en latín y nos ponemos a Bach en el Spotify. Y si de paso pegamos un pelotazo inmobiliario, echamos un tedeum y aquí paz y después gloria.