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AL TRASLUZ
Eduardo Aguirre

Directa al corazón

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Como proclama la sabiduría popular: «las cosas claras y el chocolate espeso». Y una porra, apostillará el ectoplasma de Góngora. En efecto, don Luis, pues hay claridades oscuras y oscuridades claras. La RAE inició ayer su Coloquio Internacional de la Red Panhispánico del Lenguaje Claro. LA RAE es la Real Academia Española, ¿por qué ha de darse por sentado que todo el mundo sabe el significado de unas siglas? El lenguaje claro es democrático, pues iguala el derecho a la comprensión de todos los ciudadanos, sea en el folleto de un medicamento, en una norma administrativa o en unas gestiones online. Si no se remedia, la dificultad para comprender a las nuevas terminologías —y con ellas a nuestra sociedad— puede convertirse en una nueva exclusión dictatorial, si es que no lo es ya; por ello, en el coloquio el problema de lo claro es abordado desde distintas disciplinas. La claridad es un viejo anhelo de la literatura española, pero precisemos: santa Teresa escribía claro, no simple. En el Quijote, ya en el prólogo, el amigo de Cervantes le recomienda escribir « a la llana (…) dando a entender vuestros conceptos sin intrincarlos y escurecerlos». Y hasta maese Pedro, de colmillo retorcido, recomendaba: «Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala». Esto es compatible con la maravillosa libertad de la escritura creativa; pero hay otros muchos lenguajes más allá de los literarios. En fin, ¿por qué ponerle Nabuconodosor a tu hijo, si vas a llamarlo Nabu porque es más corto? Claridad no es simplismo, sino esencia. Y verdad.

«Lo que se sabe sentir, se sabe decir», escribió Cervantes en La española inglesa. Así lo percibe este juglar de columnas. La claridad es lo profundo en zapatillas de andar por casa.

Ah, la claridad. Felicitamos a la Real Academia por este necesario coloquio. El mundo se está poniendo muy ininteligible. Si alguien me preguntarse cómo me gustaría que fuesen mis columnas respondería: claras y sencillas, como saludo de amigo; además, si no es mucho pedir, con alguna vieja verdad dentro, de esas que caben en una frase corta… por ejemplo, como aquella que repetía el cónsul de Bajo el Volcán: «No se puede vivir sin amar». Clara, sencilla y directa al corazón.

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