Diario de León

TRIBUNA

Tino de la Torre
Empresario y escritor

A que no respiro…

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Parte de la educación que tuvimos ocurrió en lo que llamábamos «colegio nacional». Con la perspectiva del tiempo la combinación de aquellos años con otros en un colegio «privado» fue lo mejor que nos puedo pasar. A día de hoy, todavía seguimos recurriendo a experiencias y aprendizajes de aquella época según hace falta un recurso u otro.

Recuerdo a Manolo quien siempre se liaba cuando nos explicaba su casa y su familia. Nunca comprendí bien la estructura que a veces nos contaba de hermanos, padres y abuelos. Era un chaval alegre que hablaba de un pueblo, que nunca supo él (ni yo) donde ubicar por donde estaba. Estaba «en el campo», nos decía. Suficiente.

Alguna vez llegaba a clase por la mañana un vecino de su casa y también de pupitre y comentaba al maestro, y después a todos los demás, que «Manolo se ha ido a la vendimia».

Pasadas unas semanas, tiempo casi eterno para nuestra edad, Manolo aparecía por clase con aire despistado, la cara quemada por sol y con urgente necesidad de que en los recreos le fuéramos echando una mano para intentar recuperar lo que se había perdido.

Un día, el buen Manolo se marchó a una de esas vendimias y ya no le volvimos a ver. En mi inocencia miraba aquellos telediarios en los que nos contaban como miles de españoles marchaban a la vendimia en Francia, con la esperanza (vana) de a lo mejor verlo por allí.

Aquel colegio, aquel tiempo, otros compañeros como «el ruso» que acabó malamente por los consumos prohibidos; Pedro, que acabó en política; los gemelos con su inteligencia imposible de domeñar en aquel rincón del mundo, y los demás que por norma general estábamos bullendo dentro de aquella olla predemocrática y de pantalón de campana. Sin duda, más interesados en explotar los granos que nos salían que en imaginar que sería de nosotros en unos años.

Era una educación llena de contrastes, tan válidos los buenos ejemplos como los menos buenos. Y los compañeros que había de toda suerte y condición, muchos eran hijos de emigrantes, sosteniendo una relación complicada con el pueblo donde nacieron y la ciudad que a veces les parecía vertiginosa; sin esas puestas de un Sol que se acostaba por detrás de los trillos abandonados en las heras hasta el día siguiente.

No sé si eran conscientes, pero a algunos se les notaba que eran más de aquí o de allí según la hora del día o si estaban en el colegio o venían de su casa.

Aquella educación, por su choque con la vida real en un caso y por la exigencia y altura de miras años más tarde, nos obligaba a hacer elecciones. Casi cada día. Elecciones que podían determinar el resto de la vida. El buen camino o el otro no eran tan fáciles de identificar.

Lo que desde luego aprendí en un colegio y otro es que tienes que saber con quién te juegas los cuartos.

Si te equivocabas, y yo lo hice, podías acabar al final de clase, en la calle, zarandeado por unos de los «fuertes» o de los macarras (eso que ahora llaman bullying). Aprendimos pronto a analizar cada situación y escoger si en un tema había que ir de cara, en diagonal o mejor no meterse y desaparecer. Y lo que seguro que no valía para nada era hacerse la víctima. Ni «a que no respiro», «ni me voy y me lo pienso» o «te retiro mi amistad». No sé en qué colegio enseñarían así. Yo no lo conozco.

Tomo (con permiso y respeto) una línea del El Aleph de Borges: «Cambiará el universo pero yo no,  pensé con melancólica vanidad». Opino que esto vale para la literatura y los mundos leves, pero en las trincheras no van las cosas así.

Escojamos bien a los amigos y, si es posible, también a los enemigos.

Era una educación llena de contrastes, tan válidos los buenos ejemplos como los menos buenos
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