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TRIBUNA

José Antonio García Marcos
Psicólogo clínico y escritor

Un territorio literario propio

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La matanza de los enfermos mentales en la Alemania nazi se ha convertido en un territorio literario al que vuelvo una y otra vez, a pesar de haber prometido abandonarlo definitivamente. El actual retorno se debe al clamoroso silencio que existe en nuestro país sobre dicha tragedia. Es como si el exterminio de los judíos europeos hubiese eclipsado a los otros dos genocidios perpetrados por el nazismo: el de los gitanos y el de los enfermos mentales.

Cuando Hitler decidió invadir Polonia para ampliar el espacio vital que necesitaba la raza aria, albergaba en su mente otros dos objetivos que sólo los más allegados al dictador conocían. El primero, ejecutar un plan radical de limpieza étnica dirigido contra los enfermos mentales hacinados en los manicomios alemanes. El segundo, el exterminio de los judíos europeos. El programa de eutanasia, como denominaron eufemísticamente al primero, serviría de prueba para la «solución final a la cuestión judía».

En 1933, tras la llegada al poder de los nazis, había ingresados unos 350.000 enfermos mentales. No podemos permitir, había dicho Hitler en repetidas ocasiones, que en el frente de batalla mueran jóvenes soldados llenos de energía y, al mismo tiempo, mantener con vida a estos seres infrahumanos. En julio de ese mismo año, se había aprobado una ley que obligaba a estos pacientes a esterilizarse para frenar la transmisión de su enfermedad a la descendencia. Con la guerra ya iniciada, era necesario tomar medidas más radicales. La opinión pública estaría más centrada en los frentes de batalla que en lo que ocurriera en los manicomios. Hitler se había asegurado la formación de un grupo de médicos, al frente de los cuales estaba el doctor Karl Brandt, dispuestos a ejecutar esa tarea de limpieza étnica.

El doctor Karl Brandt, junto con Phillip Bouhler, que presidía la Cancillería privada de Hitler, diseñaron un entramado médico-burocrático para poner en marcha ese proyecto al que, en un principio, bautizaron como Aktion T4, debido a que su sede se encontraba en el número 4 de la calle Tiergarten de Berlín. Uno de los puntos más controvertidos que tuvieron que dirimir los médicos implicados fue cómo dar muerte a los enfermos, engañando a los propios pacientes, a sus familiares y a la sociedad alemana en general. A tal fin, realizaron un experimento para poner a prueba dos medios de inducir la muerte. Por una parte, a un grupo de enfermos les pusieron una inyección letal de barbitúricos y a otro los metieron en una cámara, herméticamente cerrada, en la que dejaron fluir monóxido de carbono una vez que los pacientes estuvieron acomodados en su interior. Se decidieron por esta última porque era más económica y eludía el contacto directo entre la víctima y el verdugo. El horno crematorio serviría para borrar las huellas del crimen.

Los primeros gaseamientos comenzaron en enero de 1940. Las familias de los enfermos recibían una carta de consolación (Trostbrief) junto a un certificado de defunción, donde un médico testificaba que había muerto de una enfermedad inventada. Además, le daban la posibilidad a la familia de recoger sus cenizas en una urna. A medida que pasaba el tiempo y de los numerosos errores cometidos por la organización, lo que se había planificado como un secreto de estado se convirtió en vox populi. Cuando los viejos autobuses de Correos (Deutsche Post) con los cristales oscurecidos llegaban a los manicomios de la muerte, los habitantes del lugar ya sabían cuál era el destino de esos viajeros a los que no se podía ver desde el exterior. La protesta definitiva llegó el 3 de agosto de 1941 de parte del obispo de Münster, monseñor Von Galen. Según las propias estadísticas de los verdugos, en ese momento ya habían gaseado a 70.243 enfermos. Hitler se vio obligado a paralizar la eutanasia y a hacer creer a la población alemana que ésta se había llevado a cabo sin su consentimiento.

La matanza de los enfermos mentales continuó, sin embargo, de forma descentralizada en la fase que ha recibido el nombre de eutanasia salvaje (wilde Euthanasie). Ahora, la cámara de gas fue sustituida por inyecciones letales o dejando que los pacientes murieran por desnutrición. Al mismo tiempo, los psiquiatras que seleccionaban a los enfermos fueron enviados a distintos campos de concentración para aplicar la eutanasia a aquellos prisioneros que estuvieran enfermos, fueran incapaces de trabajar o tuvieran comportamientos incompatibles con el nacionalsocialismo. Varios cientos de españoles presos en Mauthausen fueron víctimas en el manicomio de Hartheim (Austria). A esta nueva acción criminal la bautizaron como Sonderbehandlung (tratamiento especial) 14f13.

Los médicos de la eutanasia continuaron su labor cuando los aliados comenzaron a bombardear las ciudades alemanas. Los heridos leves y recuperables eran derivados a los hospitales mientras que a los gravemente politraumatizados se les ponía una inyección letal. Era la llamada Aktion Brandt, por ser este doctor el que tenía la responsabilidad de racionalizar la asistencia sanitaria. El número de víctimas de esta modalidad de la eutanasia es imposible conocerlo con precisión. Lo mismo pasa con el número de heridos graves procedentes de los distintos frentes de batalla. Mención especial requiere la eutanasia infantil dirigida contra los niños nacidos con malformaciones que vivían con sus familias.

Hoy se sabe que más, muchos más de 200.000 enfermos fueron víctimas de la eutanasia en Alemania y en la Austria anexionada, a los que habría que añadir otros más de 100.000 en los países ocupados por el Tercer Reich. Un número impresionante que contrasta con el casi inexistente recuerdo a su memoria. España es, posiblemente, uno de los países europeos donde menos atención han recibido. Ni siquiera en el ámbito de la psiquiatría española que ha utilizado la estrategia del avestruz. Mi nuevo libro La eutanasia según Adolf Hitler , donde selecciono a varios pacientes gaseados en distintos manicomios de la muerte (Sonnenstein, Grafeneck, Hadamar y Hartheim) y, al mismo tiempo, profundizo en las identidades de algunos de los médicos y psiquiatras que la ejecutaron viene, sin duda, a llenar este vacío.

Hoy se sabe que más, muchos más de 200.000 enfermos fueron víctimas de la eutanasia en Alemania y en la Austria anexionada, a los que habría que añadir otros más de 100.000 en los países ocupados por el Tercer Reich. Un número impresionante que contrasta con el casi inexistente recuerdo a su memoria
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