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AL DÍA
Luis del Val

Admiración a Paco Ureña

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Con una clavícula rota nadie puede trabajar. Ni teclear en el ordenador, ni envolver unos pasteles, ni siquiera dar la mano para saludar. El dolor es agudo y se intensifica, todavía más, al intentar mover el brazo. Pero hay gente asombrosa que, con la clavícula rota, tras perder el sentido —y habiendo estado a punto de perder también la vida— se levanta, se olvida del desmayo, aprieta los dientes, y coge una muleta que pesa tres kilos, y da dos naturales, y, por si fuera poco, entra a matar, apretando los dientes para que no se escape un gemido, mientras la clavícula martiriza de dolor a ese hombre, tras el más leve movimiento de su cuerpo.

Sí, hay gente asombrosa, como Paco Ureña, que en el país con los porcentajes de absentismo más alto de Europa, es capaz de seguir trabajando, aun a riesgo de que el futuro no sea un hospital, sino un ataúd. Ya sé, me consta que no todos los que dejan de acudir a su puesto de trabajo lo hacen por vagancia o por desgana.

Desgraciadamente, hay enfermedades y accidentes que impiden la posibilidad de trabajar, pero está claro que sólo en los toros podemos encontrar a personas asombrosas que sigan trabajando, segundos después de haber tenido un accidente. Los toros no desaparecerán por los gustos particulares de un Ministro de Cultura. (Al revés, en cuanto se supo que el ministro de Cultura despreciaba los toros y suprimía cualquier trofeo taurino, hubo una reacción inusitada, que llevó a que, en la plaza de Las Ventas, se colgara el cartel de «no hay billetes» en catorce ocasiones).

Los toros desaparecerán por culpa de la estupidez de algunos presidentes del festejo, que se comportan como Nerones de pueblo, Césares de barrio, que ni siquiera se saben el reglamento, y niegan la primera oreja —esa cuya concesión es patrimonio exclusivo del público— soberbios en su soberbia estupidez. O por el público, que no aprecia que algunas faenas de más valor y mérito, no son las más vistosas, sino esa lucha, en pocos minutos, donde convertir a un toro poco noble, o manso, o burriciego, o indiferente, en un toro casi normal. Y, desde luego, nunca decaerá por los toreros.

Cuando, en su primer toro de la tarde, Paco Ureña brindó al cielo, desde donde observaba Antonio Chenel la corrida organizada en su homenaje, no sabíamos que en su segundo —sexto del festejo— estuviese a punto de hacerle compañía. Gracias, Ureña. En esta sociedad, adormilada y egoísta, tu valor es algo que proporciona esperanzas.