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Me tiemblan las piernas cada vez que voy a votar. Me da por pensar en los trajes nuevos, las camisas bien planchadas del presidente del Gobierno. Seguro que la suela de sus zapatos está resplandeciente, impoluta, siempre pisando alfombras. ¿Quién demonios le plancha las camisas? Lo difícil que es planchar una camisa, si lo sabré yo, que me plancho las mías.

Y quién decide que un traje del presidente ya se ha quedado viejo, porque habrá alguien dedicado a ese menester. Yo solo tengo dos trajes: uno de verano, que tiene quince años; otro de invierno, que tiene diez.

Todos van bien vestidos. La vicepresidenta lleva vestidos muy originales. Al fin y al cabo somos lo que vestimos. El líder de la oposición lleva unas gafas que no le quedan nada bien, igual por eso no acaba de cuajar su liderazgo. Necesita lentillas, lo mismo le pasa al héroe del exilio independentista: no le quedan bien las gafas ni el flequillo. Somos lo que la gente ve en nosotros. Me tiembla la camisa arrugada cada vez que voy a votar. Y dónde vive toda esta gente. Yo me hago la cama todos los días. ¿Se la harán ellos? No, porque tienen cosas más importantes que hacer, pero cuáles son esas cosas, eso me pregunto yo.

Me tiembla la mano cuando intento elegir una papeleta para votar. ¿Cómo serán los dormitorios de esta gente? Seguro que tienen eso que ahora llaman «baño en suite». Tengo el mismo teléfono móvil desde hace cinco años. Mi teléfono está un poco chiflado y de vez en cuando llama a la gente que le da la gana. Luego tengo que explicar que no he sido yo quien ha llamado sino la senilidad de mi teléfono. Y esa gente de la que hablo, ¿qué teléfonos móviles tienen? Me tiemblan los ojos cuando veo tantas papeletas en mi colegio electoral. ¿Pero toda esa gente se presenta? Miro a las personas que componen la mesa electoral. Les pagan 70 euros por estar allí todo el santo domingo. Qué suerte tengo, pienso. Nunca me ha tocado un marronazo así. Ya podrían pagar 700 euros en vez de 70. Entonces estas personas que componen la mesa electoral estarían alegres y felices. Pero no. Nada de nada. 70 miserables euros por un montón de horas de tu vida. Debe de salirles la hora a tres euros. Madre mía, qué suerte he tenido. Me tiemblan las piernas. El mes que viene cumplo 62 años y me iré de este mundo sin saber qué se siente cuando tienes un despacho de doscientos metros cuadrados lleno de banderitas de todas las clases detrás de tu sillón y un coche oficial en la puerta de tu casa.