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Hay que reconocerle a la presidenta Ayuso su creatividad. Imponer una medalla al insulto es un ejercicio arriesgado —siempre habrá tiquismiquis que defiendan la urbanidad y esas tonterías—, pero de bellísimo calado político.

Podría generarse, en todo caso, un conflicto diplomático: ¿por qué condecora a Milei y no a Alvise o a Abascal? Esta gente va a quedar muy decepcionada si viene un extranjero a quitarles lo que es suyo.

Por otro lado, ¿no debería entregarle esa distinción honorífica ‘ex aequo’ con el ministro Puente? ¡Es inadmisible esta polarización ideológica! ¿O es que el dirigente argentino ha alcanzado una cumbre insuperable del insulto, una apoteosis de la invectiva?

¿Es Milei lo que Ayuso querría ser si su peluquero perdiera la cabeza y Feijóo ingresara por fin en un convento? ¿Tiene también doña Isabel un perrito muerto con el que habla por ouija?

Ya sabemos que el espiritismo es el estadio superior del capitalismo y un mastín clonado da menos guerra que un novio revoltoso. ¿Habrán quedado para ir juntos al Leroy Merlin a comprar motosierras? Son preguntas que exigen una respuesta urgente.

Si Ayuso quiere convertirse en santa patrona del improperio, debería publicar unas guías de actuación.

¡No podemos ir dando medallitas a todos los que ponen a parir a Sánchez! Después de recibir a Taylor Swift y a Bruce Springsteen, Javier Milei es la estrella rockera que faltaba por actuar en junio en la capital.

Qué hermoso sería que en medio de su celebrado solo de guitarra, saliera Isabel al escenario del Bernabéu vestida de coplera para gritarle apasionadamente: «¡Zúrrale otra vez, Javiercito mío, y tienes mujer para toda la vida!».