Diario de León

TRIBUNA

BOUZA POL
ESCRITOR

Con la barriga llena

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A finales de los años cincuenta del pasado siglo XX, en la villa más hermosa de todo el noroeste español (Villafranca del Bierzo), los niños que íbamos a la Escuela Nacional, en los duros y largos inviernos vestíamos de lana, con jerséis y chaquetas que tejían nuestras madres. Los colores eran naturales, siempre tres, negro, blanco y marrón, a veces combinados, igualitos que los que lucían las ovejas y los carneros.

Las mangas de nuestras hermosas prendas de vestir pronto las dejábamos lustrosas e impermeabilizadas, a base de limpiar nuestras propias pizarras individuales (en aquel mundo tan capitalista), unas veces en seco, y, otras, las más, escupiendo sobre ellas, pues las huellas de lo pizarrines con los que escribíamos, dibujábamos, o hacíamos las operaciones aritméticas siempre se resistían, no querían desaparecer.

Nosotros, los niños pobres, venga a escupir y a frotar con las mangas de lana sobre la fina superficie negra enmarcada con fina madera. Lo hacíamos con tanto afán, dedicación y esmero que las dejábamos limpísimas y relucientes, listas ya para recibir en su seno una nueva y fugaz obra de arte, una complicadísima operación matemática, o una creación literaria maravillosamente hermosa y académica.

Entre escritura y borradura completábamos la impermeabilización de nuestras mangas de jerséis y chaquetas a fuerza de pasarlas una y otra vez por debajo de la nariz, discretamente, a derecha e izquierda, libremente, a nuestro antojo (para que luego digan que no había libertad), pues todavía la ciencia y el progreso no habían inventado los clínex, ni las servilletas de papel, y los pañuelos de mano, de mocos, eran artículos de lujo.

Allí, en la Escuela Pública, conocí yo a grandes sorbedores de mocos (algunos se caían en la pizarra), muy educados, eso sí, y también, en los recreos en el atrio de la Colegiata, a algunos exhibicionistas lanzadores de escupitajos, con distintas técnicas, aunque las básicas eran una de frente y la otra poniendo la boca de medio lado, izquierda o derecha, sin limitaciones: Taxio, el de la boca más grande, siempre ganaba todos los campeonatos.

Un día cualquiera apareció en nuestra escuela un alumno nuevo, que vestía distinto, dijo llamarse Celestino, sacó a relucir un lindo pañuelo de rayitas de colores y, muy finamente y disimuladamente, se sonó educadamente, tan suavemente que apenas nos enteramos unos pocos compañeros, los más cercanos. Algunos, sin duda los más impresionados y audaces, al salir para el recreo mañanero, acordaron formar una comitiva indagadora. Con muy buenas maneras, respetuosamente, le pidieron que todos tuvieran la oportunidad de utilizarlo.

Celeste fue muy comprensivo, y los solicitantes se mostraron tan entusiasmados que dejaron el pañuelo tan lleno de «mocaladas» que nuestro pacífico compañero dudaba si metérselo de nuevo en el bolsillo. Al fin, con un evidente gesto de valor, resignación y dignidad, decidió depositarlo en la base del castaño que había cerca de una gran nogal, sin intuir siquiera —pienso yo— que con su honorable gesto iba a provocar una estampida colegial, un tirarse todos al suelo para apañarlo, una gran disputa entre colegas que acabó con el pañuelo hecho trizas.

Al día siguiente, viernes, antes de entrar en la Escuela Pública, debajo del viaducto, junto a la panadería de Joaquín y la casa del señor Mudanzas, Celestino, Tino, sacó del cabás una cajita de colores y nos entregó un bonito pañuelo a cada uno. Yo todavía conservo el mío.

Al compañero Celestino no volvimos a verle su pelo rubio por la escuela, ni por el pueblo; y un día, triste día, el hijo de «rapacuartos», ufano y chismoso, nos comunicó que estaba huido, en paradero desconocido, pues algunas fuerzas vivas lo habían amenazado con meterlo en un correccional de menores por ser un elemento perturbador. Entonces, casi todos comprendimos que querían hacer con él lo mismo que con «cuartokilo», un chavalín pequeñín, diminuto, que un día tuvo mala suerte con el «cara al sol» en el atrio de la Colegiata y en vez de «con la camisa nueva» cantó con «la barriga llena», y al mismo tiempo que se le escapaba un eructo tan tremendo que hasta hubo vecinos del barrio de Los Tejedores, asustados, que salieron de sus casas para ver lo que pasaba. El pobre niño, enrojecido y apurado, con toda educación pidió perdón diciendo que la culpa era de la abollada lata de sardinas en aceite y la libra de chocolate La Mina que había encontrado entre las basuras que la tienda de ultramarinos finos Cercamar arrojaba cada noche en el pedregal del Burbia. Pero «Pitón», falangista de pega, con falsa medalla en el pecho, disfrutaba de licencia para pegar y lo hacía arreando tortazos con tanta contundencia como el cura y el maestro. Todos los mandamases y sus familiares pegaban mucho más que el pegamento aquel que hacíamos con el engrudo de harina de centeno y agua para poner detrás de la puerta de casa las estampitas de santos que nos daban en la Catequesis.

No quiero que se me olvide decir que entonces, a pesar del Auxilio Social, de la leche en polvo y el queso amarillo que llegaba de USA, había chicos tan desnutridos que apenas disponían de mocos, ni flemas para escupir. Al mismo tiempo, desde México, el Gobierno Republicano en el exilio, tan generoso y preocupado por nuestra felicidad, seguía pidiendo al mundo un embargo comercial y todo tipo de sanciones contra nosotros, los niños malos de la Escuela Nacional.

Con toda Burbialidad.

No quiero que se me olvide decir que entonces, a pesar del Auxilio Social, de la leche en polvo y el queso amarillo que llegaba de USA, había chicos tan desnutridos que apenas disponían de mocos, ni flemas para escupir
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