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EL MIRADOR
Antonio Soler

El infierno y nosotros

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Ciudades invadidas, ya no por aquellas hordas que derruían y saqueaban, sino por un ejército en chanclas y cuyo saqueo es digital. Se llevan fotografías, millones de instantáneas que ni siquiera arañan la superficie de los edificios y que dormirán el sueño de los justos en el microcircuito de un teléfono inteligente.

El turismo. El turista. El invasor que hace que los precios de la vivienda se disparen en las ciudades señaladas en la diana y convertidas en un escaparate, en un tópico de lo que se supone que deberían ser. La turismofobia aumenta.

El contrapeso económico empieza a no compensar a una parte importante de los invadidos. El rechazo es comprensible pero en estos meses vacacionales nos lleva a un cuestionamiento metafísico en el que el portador de la pancarta antiturística se convierte él mismo en turista. En invasor de otro lugar.

Si ese lugar es una ciudad de atracción masiva, el que protestaba se transforma en masa. Si el punto elegido todavía permanece fuera de los circuitos oficiales, se convierte en un pionero que abre una rendija por la que penetrarán otros invasores.

De este modo, el ahora vilipendiado Jean-Paul Sartre cobra vida y se convierte en profeta tangencial de la materia. «El infierno son los otros», decía uno de los personajes de su obra A puerta cerrada .

La mirada de los otros es la que nos condiciona. Por ella nos sentimos juzgados, invadidos. Y también cobran categoría infernal aquellos que llegan a nuestras ciudades, lo mismo que nosotros, que al llegar a una ciudad ajena ya no somos nosotros, sino los otros, los que invaden. Viajar, si a transitar por un circuito atiborrándose fugazmente de museos y monumentos se le puede llamar viajar, se convirtió hace unas décadas en un bien de consumo.

En los últimos tiempos es un consumo masivo. La inmovilidad se ha asociado a un estado de precariedad mental o económica.

Viajar —desplazarse más bien— es una manifestación externa de bienestar. Apenas nada tiene que ver con la curiosidad del auténtico viajero, para quien el viaje era un asunto casi íntimo, de puertas adentro, un trasunto de la experiencia de la vida. Un proceso reflexivo y de asunción de otras culturas e identidades en el que el viajero no se hacía notar de forma evidente o folclórica. Esa figura ha sido sustituida por el turista ordinario.

El planeta ha encogido, los desplazamientos se han abaratado. Imposible permanecer a puerta cerrada. De modo que toca conjugar el furibundo deseo de desplazarse con la identidad y la economía interna de las ciudades que antes se sentían visitadas y ahora simplemente invadidas. El infierno somos todos.