Vergüenza ajena
Las decisiones del Gobierno y las del Tribunal Constitucional nos están llevando allí donde quería Sánchez: a una realidad ficticia. Ni los dirigentes independentistas cometieron delitos —se van a borrar con la ley de Amnistía—, ni tampoco en el caso de los ERE, el mayor escándalo de corrupción de la historia de la democracia, porque sus responsables «se limitaron a aprobar unas leyes en el Parlamento» y a aplicarlas. Aunque, casi con toda seguridad, ellos sabían que esas leyes eran el instrumento necesario para el mayor caso de clientelismo político de la historia de la España democrática para mantenerse en el poder.
Las últimas decisiones del Constitucional le han permitido decir a Chaves, el principal responsable político de este caso —cuya condena, por otra parte, no ha sido totalmente anulada, sólo reducida— que ha sido «víctima de una triple operación política y mediática con ropaje judicial», orquestada por el PP para tumbar treinta años de gobiernos socialistas en Andalucía. Treinta años «gloriosos». Según Chaves, aunque está probado que algunos se llevaron crudo y otros se beneficiaron de ello, no había ni trama ni confabulación política alguna para delinquir o para que otros delinquieran. Tal como dice el Constitucional, ellos se limitaron a aprobar unas leyes y a aplicarlas. Que esas leyes fueran, como he dicho, el instrumento imprescindible para el desvío de 680 millones de euros a otros fines es «cuestión menor». El Constitucional ha decidido, por 7 votos a cuatro —votación que se repite siempre que se trata de asuntos que defiende el actual Gobierno— que el Supremo perdió la cordura al aceptar que un proyecto de ley, mientras es discutido en el Parlamento o cuando ya es aprobado, puede llevar aparejados delitos de prevaricación o malversación. Ni el Supremo lo puede hacer entonces ni tampoco después porque, en ese momento, la competencia es del Constitucional.
Los hagiógrafos del Gobierno (y del Tribunal Constitucional cuando toma decisiones sobre los intereses que defiende el Gobierno), señalan que los jueces y magistrados que han juzgado este caso, desde la Audiencia Provincial de Sevilla al Supremo, «han violado de forma grosera las garantías constitucionales de una serie de encausados, todos ellos cargos socialistas, a los que ahora habría directamente que pedir perdón... El prestigio del Supremo queda afectado». Como hay que pedir perdón a Puigdemont, a Junqueras, a Marta Rovira y a todos los delincuentes políticos independentistas. Son héroes, víctimas de la conjura mediático-judicial.
Lo que el TC ha hecho, conscientemente, es socavar la posición que la Constitución reconoce al Supremo. Poner en duda, como se ha hecho, su independencia judicial, su conocimiento legal —muy superior en la mayoría de los miembros del TC— y su defensa de los valores constitucionales es un exabrupto que produce vergüenza ajena.