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La turismofobia no es una patología, sino la reacción natural de un cuerpo que ve amenazada su salud y hasta la supervivencia. El turismo masivo y depredador sólo enriquece a unos pocos, les enriquece mucho, obscenamente, mientras que empobrece, envilece y miserabiliza a la mayoría. Así lo entienden los malagueños, mallorquines, barceloneses, gaditanos o madrileños que han salido a protestar a la calle estos días, bien que abriéndose paso a duras penas entre la turba de turistas erráticos. Así lo entienden, y así es.

Los turistas, lógicamente, no tienen la culpa de lo que pasa, sino sólo la de ser turistas, turistas a mogollón constituidos en plaga. La culpa, no hace falta haber estudiado mucho, es de las autoridades nacionales, regionales y locales que, desentendidas del bienestar y de los derechos de los ciudadanos, de los naturales, inclinan la testuz, en más que sospechosa connivencia, ante los que especulan y se enriquecen con lo que no es suyo, las ciudades, los bienes públicos, las playas. España, recién obtenido el desalentador título de país con más turistas del mundo, se está convirtiendo aceleradamente, si es que no se ha convertido ya, en una fonda, y su territorio en una cochambrosa sala de fiestas.

El turismo masivo crea empleo, sí, pero un empleo miserable, un empleo cuyos salarios no alcanzan para acceder a una vivienda y que expulsa extramuros a los trabajadores.

El comercio tradicional, buen barómetro sobre la salud cívica y económica, desaparece, pues ya no va quedando salud ninguna que medir, y los lugares de vida y esparcimiento de los vecinos, bares, parques, mercados, paseos, se desnaturalizan y sucumben a la horda okupa con dinero.

La turismofobia no es una patología, ni un odio, ni un enfado, sino la reacción natural de aquellos españoles, la mayoría, a los que se les va robando todo.