Media humanidad
Es algo que se tiene o no se tiene, aunque a todos de cuando en cuando nos guste pegarnos un garbeo por ahí fuera, salir de la cotidianeidad de nuestra propia vida y ciudad, sacar a que le dé otro aire al alma y otros soles al cuerpo. Hablamos del gusto por viajar, esa afición bastante barajada que por lo general aqueja a una de cada dos personas que componen una pareja. No está científicamente demostrado, pero es así: existen seres con vocación de Ulises y seres con inclinación de Penélope, y suelen emparejarse entre sí. Es un misterio que no se estudia, pero que se padece y que parece menos porque se pasa en compañía. Pero ahí está, latente, larvado, socavando las buenas relaciones de ese sonriente matrimonio al que usted saluda en el portal. Detrás de una sonrisa doble, ya se sabe, siempre cabe que haya un drama de proporciones bíblicas.
Acaso ese misterio quepa explicarlo por la atracción de los contrarios. Esa polaridad como de electrones que rige el amor humano y arrejunta a altos con bajos, a rubios con morenos y a viajeros con sedentarios. A uno, que le gusta viajar lo normal, o sea, de la ciudad al pueblo, le parece que los viajes nos dan muchas cosas buenas pero también son capaces de sacar lo peor de nosotros. Al menos, de mí. Es pisar un aeropuerto y reafirmarme en una de mis más profundas convicciones: que para conocer mundo bastan los libros. Incluso ser un gran aventurero, seleccionado bien las lecturas, me parece en esa tesitura que está al alcance de la mano. A partir de ahí, según se acerca el momento de la revisión de equipajes y zapatos, como el inteligente lector ya habrá adivinado, acontece un crescendo de patriotismo chico que solo es posible salvar gracias a ese férreo autocontrol de las emociones que se adquiere con un porrón de años de marital obediencia.
Acaso el ímpetu viajero nos venga de cuando los humanos se organizaban en hordas, antes de aposentarse en aldeas. Es un sentimiento atávico, que, como todo lo antiguo que late en los genes o en la protomemoria, de algún modo se reactiva ante el fuego de una hoguera nocturna, un sueño postergado o una irrechazable oferta turística. Media humanidad siente esa llamada. Y, al final, para la otra mitad, contemplándolo bajo la luz del regreso, tampoco es para tanto, porque se vuelve.