Diario de León

TRIBUNA

MANUEL GARRIDO
Escritor

Hubo una vez una voz

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Muchos años después aún seguían sonando los ecos de una voz finalmente refugiada en el ámbito recóndito de la memoria de los últimos capaces todavía de recordar a aquellos sorprendidos primeros auditores que un día se vieron acariciados por su timbre de terciopelo y así lo trasmitieron admirados.

Sesenta son esos años ya pasados. Pero vayamos por orden. A finales de marzo de 1966 murió en Odollo de Cabrera el párroco del pueblo D. Manuel Bruña, el legendario (o, como prefería Unamuno, leyendario), si concedemos al término su significado de algo que se lee. Y él fue en efecto leído en un libro extraordinario: Donde las Hurdes se llaman Cabrera. De modo que D. Manuel salió de las cuarenta páginas que ocupaba en ese libro tocado de un cierto aire «leyendario» por literario. El hombre, cuya foto lo muestra sentado y leyendo, precisamente, en la portada de la primera edición, contaba entonces 77 años, pues que había nacido en 1885 en Porto de Sanabria, el pueblo zamorano en los últimos confines de esta provincia lindando con León y Orense, las tres pivotando en torno a la elevación de Peña Trevinca. Fue ordenado sacerdote en 1913. En 1929 llegó a Odollo, donde permaneció hasta su muerte en el año ya dicho 1966.

A primeros de octubre de ese año llegó al pueblo un nuevo sacerdote, un joven de 25 años, con un porte físico en los antípodas de D. Manuel al que relevaba: alto y atractivo aquel, este con la figura, tal como bien puede apreciarse en la portada del libro, injuriada por la «nefasta senectud», que diría el goliardo. Su aparición supuso en la vida del pueblo lo nunca visto: ¡aquella planta!, pero no menos lo nunca oído: ¡aquella voz!, que de pronto estalló en toda su potencia y riqueza de matices en la tesitura de tenor cuando el primer domingo cantó en la misa. Fue como si el arroyo que bajaba de la sierra con su caudal de agua clara y sonora se hubiera desviado de la caída ante la ermita de Santa Lucía para derramarse como un bautismo fragante sobre las inmóviles cabezas en el templo dedicado a San Pedro. Todos los presentes quedaron profundamente conmovidos por aquella voz nunca antes oída por allí, aquel potente flujo de suavísima seda silueteando la melodía gregoriana en el aire extático del templo sobre los humildes aldeanos fascinados.

Juan José López Combarros, este era el nombre del joven sacerdote. Era natural de La Bañeza y había hecho sus estudios en Comillas, el pueblo en la costa cántabra donde los jesuitas dirigían desde finales del XIX una prestigiosa institución para la educación y formación de los aspirantes al sacerdocio de cualquier parte del país e incluso del más ancho mundo hispanoamericano. Papel destacado tenía la música en esa educación. Por entonces el coro nominado Schola Cantorum gozaba de gran prestigio, dirigido por el P. José Ignacio Prieto, músico de fama por su gran relevancia en la renovación de la música religiosa. El pequeño Juan José entró el primer año en la Schola como tiple. Es de notar que en un congreso celebrado en Roma de la asociación Pueri Cantores, presidida entonces por el P. Prieto, tuvo una intervención solista en un concierto en San Pedro. Sobra decir que fue toda una noticia sensacional en La Bañeza.

Con la adolescencia le llegó el cambio de voz, de modo que en el primer curso de filosofía, otoño del 59, se incorporó a la cuerda de tenor en la que fue solista, así por ejemplo en las dos Pasiones de Victoria, que ocupaban un lugar central en las semanas santas del centro, entonces de referencia en la música religiosa de España. Por lo demás, todos los veranos un coro reducido de miembros de la Schola, Juan José incluido, con el P. Prieto al frente hacía giras de conciertos por ciudades europeas. Finalmente en la primavera de 1966 fue ordenado sacerdote.

Y en octubre siguiente llegó a Odollo, encargado del pueblo y del cuidado de otros tres: Llamas, Marrubio y Nogar. Su estancia no completó el año, pues que concluida a finales de agosto. Años después emprendió nuevos derroteros en su vida, radicado en Madrid. Cuando se jubiló, hizo recuento de sus recuerdos en un libro destinado al ámbito familiar y amical. No olvidó los de aquellos once meses en Cabrera, así cuando al poco de llegar escribió a sus compañeros de giras en demanda de ayuda para comprar ornamentos litúrgicos, visto el estado deplorable de los que encontró. Pero un desconcierto acecha aquella vida y este libro: qué hacía un hombre como él en un sitio como aquel, con unas tan precarias condiciones de vida, una al menos inasumible: la falta de luz eléctrica, que le impedía el acceso a la sedancia de la música.

Sus recuerdos quedaron en ese libro, mientras que sus feligreses transmitieron los suyos, presididos por la admiración ante su figura y el prodigio de su voz reverberando en la iglesia. Sesenta años después, esos recuerdos agonizan, como decía, en la evocación cada vez más tenue de los últimos receptores de la tradición. Ahora es por tanto el tiempo de ponerlos en leyenda; como quien despierta un rumor apagándose y, siquiera fugazmente, lo echa a andar, yo he querido apostar mi cuarto a espadas, echando hornija al horno (donde horno es relato y la hornija estas líneas peregrinas).

Era natural de La Bañeza y había hecho sus estudios en Comillas, el pueblo en la costa cántabra donde los jesuitas dirigían desde finales del XIX una prestigiosa institución para la educación y formación de los aspirantes al sacerdocio de cualquier parte del país e incluso del más ancho mundo hispanoame- ricano
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