Seguridad y derechos humanos
El último refugio
Se ha dicho que un buen libro es el mejor amigo del hombre, incluso más que un perro que constituye el aforismo tradicional mayoritario en la concurrencia por la filia humana. No es que trate de menospreciar al amigo fiel por naturaleza del ser humano, pero un libro es algo diferente, más complejo.
Los libros son fruto de la alquimia, no muy bien conocida, más bien desconocida del todo y respecto de la que solo podemos intuir sus consecuencias. Se habla de ingenio, de inspiración como elementos esenciales para poder crear un libro. Porque en definitiva, un libro es una creación, salvo aquellos casos en los que desaprensivos que carecen de todo escrúpulo recurren al plagio.
Pero, no basta con esos elementos, se necesita algo que permita al autor, primero, superar el síndrome de la hoja en blanco, luego ir hilando finamente como si utilizara en vez de pluma una rueca procurando que no se produzca ninguna hilaracha que descomponga todo el paño literario.
A pesar de todo este mimo, raro es el exégeta que se sienta satisfecho al escribir las últimas palabras de su obra. Siempre queda algo por decir, por compartir. Y es que de eso se trata, de decir, contar, llevar la palabra a la escritura, pasar del sonido al silencio. Quizás también pasar de dos seres presentes a uno ausente pero que se introduce en nuestra cabeza monopolizando todos nuestros pensamientos.
Leer un libro supone un acto de sumisión respecto del autor. Nos consagramos a un mundo por él creado, a su imagen y semejanza, todo es posible, puede llevarnos hasta los límites de la realidad. Se puede objetar que no todo libro permite estas licencias. Es cierto que algunos libros por su naturaleza técnica carecen de la intensidad emocional de la obra literaria, pero no están desprovistos de magia y un personalismo que ha llevado a aciertos y errores mayúsculos al dar por buenas ciertas teorías científicas o desdeñar otras.
Hecha esta salvedad, un libro tiene su vida propia, sus secretos y altibajos, igual que las personas, por eso nos subyugan, arrastran igual que si nos hipnotizaran. Su fuerza es tan grande y al mismo tiempo temida que a lo largo de la historia los hombres más poderosos se han dedicado a prohibirlos o quemarlos si se sienten amenazados por ellos.
Frecuentemente nosotros elegimos los libros que queremos leer, pero no siempre. A veces desechamos un libro incluso una vez que hemos empezado a leerlo. No nos transmite nada, no sentimos nada al tenerlo en nuestras manos y no nos abstrae del mundo que nos rodea. Pero, con el paso del tiempo, incluso los años, volvemos a él sin saber por qué.
Entonces lo hojeamos, lo tocamos con las yemas de los dedos, lo olemos. Está viejo, huele a libro viejo, el papel ha perdido cierto color. En definitiva ha madurado y nosotros también. Entonces, estamos listos para establecer una relación única con aquél que rechazamos en su momento.
¿No nos pasa igual con ciertas personas? Aquellos que en su momento no nos resultaron de nuestro agrado, con los años llegamos a conocernos y entendernos. Es una lección más que nos dan los libros. El libro madura en soledad, espera paciente a que nosotros estemos listos para aceptarlo sin condiciones.
Sin libros, sin bibliotecas nada sería igual, incluso aunque logremos sustituirlos digitalmente, cosa que me produce cierto recelo aunque sea muy práctico. Recomiendo la experiencia de retomar un libro abandonado hace años y acogerlo de nuevo. Una buena experiencia y si se produce de vacaciones en la playa, tanto mejor.