Ludópata
Una historia muy extrema y con final esperanzado de los años ochenta, que contó alguien a quien llamaré Julián. Por esa época, Julián solía frecuentar la compañía de un conocido común, un ludópata autodestructivo con afán de notoriedad y escaso sentido de la filantropía. Para que se hagan una idea, un detalle que lo definía. En el bar donde desayunaba, le gustaba resolver el jeroglífico del periódico del local, el que leían los parroquianos. Pero para demostrarlo y de paso joder a los siguientes que quisieran resolverlo, el ludópata ponía debajo del jeroglífico la respuesta y su apodo.
Pues bien, una noche, después de que durante la tarde habían ganado cierta cantidad de pasta en el bingo, al que también eran asiduos, Julián y el ludópata decidieron ‘invertirla’ en el casino de Torrelodones. Hacia la una de la madrugada, en una racha increíble a la ruleta, ganaban algo más de un millón de pesetas de la época, mucho dinero. Julián, que estaba un poco menos pedo y sobre todo creía en el futuro y no en que cada noche era la última, intentó convencer a su compinche de que se retiraran. O al menos de que se guardaran las dos fichas de medio kilo (medio millón cada una) y se jugaran el resto. «¿Qué dices? —opuso escandalizado el ludópata—. ¿Ahora que estamos en plena racha? Tú estás loco».
En dos horas, para las tres, lo perdieron todo. Pero lo que se dice todo. No les quedó ni para tomar otra copa, ni siquiera para comprar un paquete de tabaco. Ni, claro, para coger un taxi que los llevara de vuelta a Madrid. Durante dos horas más, inacabables, de tres a cinco, agonizaron por el limbo sin nada que hacer, mendigando cigarrillos a los jugadores. Y es que a las cinco, a las cinco en punto a.m. sale del casino de Torrelodones un autobús gratuito, un autobús escoba o de rescate que recoge a los fantasmas derrotados de la noche y los saca de allí, del escenario del desastre.
A veces, en la vida, a uno le va tan mal porque ha cometido tantos errores o la azarosa adversidad le ha golpeado con tanta fuerza, que no ve salida posible y cree que ha llegado el irremediable final. Conviene no desesperarse, porque ofusca la mente e impide saber que resta un autobús gratuito que parte a las cinco a.m. Y que si se tiene la paciencia y el coraje para aguardarlo, uno puede subirse a él y escapar de la destrucción. No siempre existe, pero sí en muchos casos. Incluso en ocasiones, aunque no exista, uno consigue inventárselo, o al menos caer en el intento, luchando, que siempre es mejor que perecer de frío en la cuneta de la carretera viendo pasar coches que no van a parar a recogerte.