La miseria de la emigración
Canarias tiene un problema de enorme gravedad. España tiene un problema muy serio. Y Europa. Y no sólo Europa. Pero nos importa el nuestro. Más de 6.000 menores inmigrantes no acompañados viven hacinados en lugares sin las condiciones mínimas exigibles, duermen sin separación entre colchones, atendidos por personal no formado, donde nadie habla su idioma. Después de una travesía durísima, de ver que ellos o algunos de sus compañeros han sido extorsionados, explotados sexualmente o maltratados durante el viaje, que otros han muerto en el Mediterráneo, pasan horas y días hacinados, sin hacer nada porque no tienen ningún tipo de propuesta formativa o de ocio, sin esperanzas de futuro y sin respeto a los derechos humanos básicos. Lo que habían soñado se convierte en frustración y sufrimiento, en desesperanza.
¿Cómo no van a radicalizarse, a escuchar las voces de las mafias que les invitan a delinquir, a vender su cuerpo, si eso supone una salida de la nada? Estos menores no acompañados, algunos niños, otros cercanos a la mayoría de edad —momento en el que sin papeles, sin permiso de residencia, sin oportunidad alguna, sólo son carne de delincuencia— no le importan a nadie. Tan sólo a algunas organizaciones de la Iglesia católica y a algunas ONG que acogen a los que pueden. Siempre pocos para tantos como hay. El ínfimo reparto de 347 de esos más de 6.000 menores entre las distintas comunidades autónomas ha provocado una llamarada política y la ruptura, por parte de Vox de sus pactos con el PP. Pura hipocresía, pura falsedad. Pero nadie quiere sentarse a debatir en serio cómo afrontar un problema que es imparable.
Javier Cercas escribía hace poco que «es falso que los inmigrantes vengan a Europa a delinquir, la inmensa mayoría viene a ganarse la vida; es falso que vengan a quitarnos nuestros trabajos, la inmensa mayoría viene a hacer los trabajos que nosotros no queremos hacer; es falso que nos estén invadiendo y empobreciendo, la verdad es que nos enriquecen y que, en una Europa cada vez más envejecida, nosotros los necesitamos a ellos al menos tanto como ellos a nosotros». Tiene toda la razón. Muchos vienen de Marruecos. El último Afrobarómetro de 2024 señala que el 55 por ciento de los jóvenes marroquíes se plantea emigrar por la pobreza y la corrupción, también por la falta de oportunidades educativas y de futuro. Se van incluso si carecen de los documentos necesarios y optan por las vías ilegales. Es muy fácil entrar en la pobreza, pero es casi imposible salir de ella. A sólo 14,4 kilómetros está «el paraíso». Pero es mentira. Además, cuando llegan los encierran en lugares donde no es posible vivir con dignidad, no reciben ninguna formación, no les enseñan ni siquiera el idioma. ¿Cómo se van a integrar? No son sólo de Marruecos. «Si bailas, los talibanes te matan», dice una refugiada afgana. El centro de África es un polvorín de sangre y violencia de todo tipo.
Una parte muy importante de los componentes del equipo olímpico español son hijos de la inmigración que enseñan con orgullo la bandera del país que los ha acogido. Muchas de las medallas que se van a traer son fruto de esa acogida. Muchos de ellos están ayudando a otros porque saben lo que pasan hasta encontrar un hueco de dignidad. Son los rostros de una nueva España. Pero la inmensa mayoría de ellos hacen los trabajos más duros que los españoles no queremos hacer, en la agricultura, en la construcción, en la hostelería... Cuidan con cariño y dedicación de nuestros mayores en sus casas y en las residencias. Son el núcleo del servicio doméstico. A veces sin horarios, sin descanso, sobreexplotados. Hay que darles una oportunidad de formarse, de aprender nuestro idioma y nuestro sistema de convivencia, de integrarlos como personas.
Son hijos de la miseria. No es verdad que todos nacemos «iguales en dignidad y derechos», como dice la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y algunos, incluso, defienden levantar muros, que aumenten las diferencias, que los derechos sean pisoteados. Es urgente un pacto de Estado sobre la inmigración, no sólo sobre el acogimiento de menores en las distintas autonomías. Hay que actuar en los países de emisión, pero también en la conciencia de los españoles. Somos un país de inmigrantes, todos tenemos sangre de otros pueblos, muchos somos hijos o nietos de emigrantes. No somos mejores ni tenemos más derechos por haber nacido unos kilómetros más arriba o más abajo. Lo de Canarias es una vergüenza nacional. ¡Son niños!