Maravillosamente épicos
T ampoco creo que los españoles hayamos ganado tan pocas medallas. Y aquí el plural mayestático me parece maravilloso. Las ganamos todos, las pierden solo los atletas. Las comparaciones son odiosas. Además, las victorias están algo sobrevaloradas. Ser de buen ganar resulta fácil, seas estadounidense, chino o de Villalfeide; tiene mucho más mérito ser de buen perder. “Claro, Aguirre, usted dice eso porque lo más parecido a un deporte de competición que ha practicado ha sido el parchís”, me dirá esa lectora centenaria que todos los columnistas de provincias tenemos. Vale, touché. Uno sería partidario de ampliar aún más la lista de deportes olímpicos. Por ejemplo, ¿por qué cocinar croquetas caseras no cuenta como deporte olímpico? ¿Y decir chorradas? ¿E incumplir promesas electorales? En efecto, récords los hay de muchas clases y pelajes. Ahí tienen la tomadura de pelo de la fuga de Puigdemont, con historias peores se ha ganado el Planeta. Insuperable. Por cierto, no he comprendido a qué ha venido ese zarpazo en redes sociales de la periodista María Escario a sus colegas: “Me pone enferma el paternalismo baboso empleado con los deportistas que no han conquistado medalla o alcanzado su objetivo. No es el papel del periodismo». Pero, precisamente, uno de los aspectos hermosos de las olimpiadas es lo que tiene de paréntesis en nuestra agresividad cotidiana, incluido el periodismo. Son una guerra de mentira: sin sangre. Es ahora cuando hay que analizar y sacar los discursos críticos, quien los tenga. No tengo ni idea de cómo podrían obtenerse mejores resultados, nunca he mordido una medalla. En fin, la victoria está sobrevalorada, hoy hasta Otegui gana elecciones.
Ayer, recordé que hace años mi madre compró una medalla y se la impuso a un niño, hijo de unos amigos, quien había sido el único en no ganarla en una competición para veraneantes. Un bello gesto de épica doméstica. Me pregunto si el premiado lo recordará, si la ha conservado, si cuando le aborde la desazón sobre la maldad humana pensará en la grandeza de aquello.
Los aplausos se diluyen más rápido que las lágrimas. Por ello, es maravillosamente épico que estemos -y estaremos- pendientes del ánimo de Carolina Marín. Sí… ah, vida.