Ni los primeros te los dan gratis
Cuenta la leyenda que, en la tienda de Tiffany’s de la Quinta Avenida, hay siempre un artículo que cuesta un dólar para que cualquiera pueda entrar, salir de allí y hacerse la foto con un café frente a la ventana de Audrey pudiendo haber comprado algo. Lo cierto es que todo el resto de la tienda está pensado para disuadirte de entrar si no eres capaz de poder comprarte algo realmente caro. La sensación de sentirte vigilado desde que te acercas, las dobles puertas, la impecable facha de los vendedores que intuyes en el interior si te asomas a la puerta. Ignoro si es verdad lo del artículo de consolación porque Tiffany’s, como el martillo de Thor, sólo se te doblega si eres digno.
El lujo siempre se nos presenta de la misma manera y siempre cumple el mismo arco. Comienza siendo algo inalcanzable, mítico, exclusivo de aquellos que son merecedores y, normalmente, acaba en manos de cualquiera, incluso en las tuyas. Los teléfonos móviles comenzaron siendo unos ladrillos gigantes que sólo algunos que podían oler a Tabac y cortarse el pelo en El Corte Inglés podían llevar consigo para envidia y desprecio (que suelen convivir) de los demás.
¿Recuerdan la llegada de las plataformas? Eran el sueño de una televisión de calidad. Ya tuvimos uno, era Canal Plus, ponían ‘Friends’ en abierto y luego te prometían que, cuando aquello se pixelaba, venía lo bueno, aquello para lo que tú no eras digno. Pronto aquel lujo se fue deshaciendo hasta que dejó de serlo y, por tanto, dejaron de serlo sus contenidos. Nos toca ahora vivir el mismo arco con aquellas plataformas que llegaron para salvarnos de aquella televisión de personas gritándose entre ellas durante horas en un sofá amenazándose con demandas. Las plataformas prometían contenido de calidad, series diferentes que sólo podrás ver ahí, superproducciones a trocitos.
Y, otra vez, en cuanto nos han tenido dentro a todos, en cuanto aquello ya no podía ser de lujo ni, por supuesto, exclusivo porque estábamos todos, han ido colando la bisutería. Al principio disimuladamente, aquella serie que «no era tan buena como las anteriores», aquella otra que se acababa sin avisar y sin resolverte los mil interrogantes que te habían creado, aquella peli, que ‘Meh’. Demasiados ‘Mehs’, demasiada gente para permitirse el lujo de ser un lujo. Hoy, ya sin caretas, tenemos publicidad entre los episodios si no pagamos, tenemos programas con esas personas gritonas de sofá de las que huimos, tenemos un servicio ‘Meh’ para todos y uno premium que, eso sí, nos garantizan que es excelente. El lujo nunca muere, pero, en cuanto llegamos, lo cambian de sitio.