La bandera de Salvador Illa
Pues claro que los símbolos, en política y en todo, son importantes. Que Salvador Illa haya colocado en su despacho la bandera española, junto a la senyera y la europea, ha provocado tanto revuelo en el separatismo catalán como el que provocó en la derecha la ausencia de la enseña rojigualda en la toma de posesión de Illa como nuevo president de la Generalitat, sucediendo a Pere Aragonés. Que, por cierto, jamás permitió la bandera española en su despacho oficial. Un periódico separatista muy leído en Cataluña incluso ha propuesto una encuesta: ‘¿Te parece bien la bandera española dentro del Palau de la Generalitat?’ El resultado, previsible:
De un total de 4.110 votantes en la encuesta, solamente poco más de cuatrocientos, el nueve por ciento, votaron ‘sí’ en el momento en el que yo inscribí mi voto afirmativo. Un 91 por ciento respondieron que no aprobaban la presencia de la bandera. Lo cuento aquí para lo que valga, que ya se sabe cuánto recelo yo de las encuestas y hasta qué punto comparto aquella idea del cínico Churchill: «yo solo confío en las estadísticas que yo mismo manipulo». Pero quiero traer el caso de la bandera y del rechazo del periódico —afecto a Junts más que a Esquerra— para subrayar la distancia entre un separatismo que recula en las urnas y en los sondeos del ‘CIS catalán’ (está en el 40 por ciento, habiendo retrocedido ocho puntos desde 1975) y las nuevas tendencias que quizá represente Illa, sin embargo, tan atacado por la oposición de la derecha, que constantemente le acusa de ‘nacionalista’.
No me siento capaz de evaluar el grado de nacionalismo en el PSC en general o en Illa en particular. Nunca le he tenido, desde luego, por separatista, aunque en un Madrid que entiende poco a Cataluña se confundan el secesionismo con el nacionalismo e incluso con el catalanismo. Yo solo digo que Illa, que no pronuncia nunca una palabra más de las necesarias y puede que hasta hable menos de lo que sería conveniente o de lo que nos gustaría a los periodistas, está en el centro de la enorme polémica que nos viene, la mayor sin duda del curso político que empieza: ¿será posible implementar en su totalidad el acuerdo suscrito entre el PSC y Esquerra Republicana de Catalunya que posibilitó la investidura de Illa como presidente de la Generalitat?
Yo no lo creo, porque ese pacto me parece tan inconstitucional que ni siquiera los más ‘proclives’ en el Tribunal Constitucional al actual inquilino de La Moncloa podrían suscribirlo razonablemente.
Josep Borrel ha dicho que ese pacto es, más que ‘federalizante’, sea eso lo que sea, propio de una confederación, que es cuestión que no cabe en la Constitución por mucho que sea Conde Pumpido quien haya de evaluarlo. Porque es, además, una amenaza muy seria a la pervivencia de España como Estado unitario.
Lo malo es que Borrell fue decisivo en el renacimiento político de Sánchez cuando fue defenestrado, octubre de 2016, de la sede de Ferraz. Que acumuló prestigio en la lucha contra el secesionismo catalán —muy célebre aquel libro de ‘las cuentas y los cuentos del independentismo’— y que lo ha hecho bastante bien, atendiendo a las circunstancias, en una Europa sacudida por la guerra en Ucrania. Y lo peor de todo: es el marido de la actual presidenta del PSOE, Cristina Narbona.
No sé cómo hará Illa para no descontentar del todo a los de Esquerra, que por otro lado bastante tienen con sus propios problemas internos, o para no irritar más a los de Junts, de los que, al fin y al cabo, sigue dependiendo en buena parte la supervivencia de Sánchez. Pero sí sé que difícilmente logrará, si es que lo intenta de veras, que se cumpla un pacto con ERC que va a protagonizar una de las muchas batallas de este otoño. La madre de todas las batallas. Y también sé que he visto la fotografía de Illa, en reunión oficial con el alcalde barcelonés Collboni, con la enseña rojigualda, junto a la catalana y la europea, en su despacho oficial de la Plaza de Sant Jaume. Y a mí, llámenme ingenuo, eso me da cierta —solo cierta, conste— esperanza.