Diario de León

CUERPO A TIERRA.   Antonio Manilla

Prehistoria

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En general, albergamos una visión del pasado mediatizada por el presente. Tendemos a pensar que el nuestro es siempre un tiempo mejor. E igual lo es en muchas cosas, pero en otras podría discutirse. Parece que con electrodomésticos y supermercados algo hemos ganado, por ejemplo, pero todo depende cómo se mire, porque el tiempo que nos ahorran en general se emplea en trabajar o en disputar en vivo o por las redes. Menudo negocio: ni vida natural ni la merecida paz que es el imprescindible descanso del guerrero o la guerrera tras todo un día vagabundeando por la selva laboral. Las horas que se van por el desagüe de la discrepancia, esas tampoco volverán jamás. Se llega a la cama o al insomnio con la sensación de otro día perdido en bagatelas, sin haber apañado un céntimo para la hucha del crecimiento interior.

Sólo por las cosas que no había en ella, acaso merecía la pena la prehistoria: imagínese un mundo frío y oscuro, peligroso y hostil, sin tiendas y sin bares, es cierto, pero sin contracultura en las cuevas, querellas con los libros ni ecologismo de salón. Sin pasiones turcas ni salsas rosas. Sin modas que desairar ni horarios laborales. Sin mensajes que atender. Y sin feminismo, porque no era necesario, ya que muy probablemente aquellas sociedades eran matriarcales. Sólo el ahorro en «discusiones de género» demuestra la inteligencia de aquellos semihombres que practicaban la obediencia ciega, sin reproches ni réplicas, a las órdenes de lo que dictara el mando natural. Un mundo feliz, porque el irse de pesca no precisaba de negociación ya que era una obligación que formaba parte de las «tareas propias de su sexo». Cuando aquello terminó, algún varón nostálgico hizo la primera pintada de la historia en las paredes de aquel silo neolítico que ordenó derribar el primer hombre alcalde: «Contra el heteromatriarcado se vivía mejor».

Desde el punto de vista femenino, valía casi todo lo anterior y además se le sumaban las potestades propias de detentar el poder paleolítico, básicamente gobernar con mano de piedra cualquier atisbo de liberación masculina, como un árbitro todopoderoso en un mundo sin fútbol ni barriles de cerveza, es cierto, pero también sin tacones de aguja ni alitas de compresa ni depilación láser. Un mundo feliz, no tanto porque aún no existieran ni matrimonio ni divorcio, sino porque una podía quedarse junto al fuego o salir con las amigas sin necesidad de pamplinas.

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