El locutor de celofán
Los amantes de la radio pasamos un comprensible calvario los meses de verano. La radio es, ante todo, a ver si lo comprenden los jefes, costumbre. Sólo hay que ver cómo de raro nos suena nuestro programa favorito cuando hacen uno de esos programas especiales en algún lugar de Úbeda y las voces de siempre suenan a eco y los que normalmente nos hablan a nosotros, hacen el programa hablando a los aldeanos que han acudido a la casa de cultura correspondiente.
El verano es una Radio Pánica de dos meses, pero, por si fuera poco, cambian las voces porque los titulares se han marchado a vacacionar aprovechando que los políticos también lo han hecho. Llegan entonces esas voces de los sustitutos que, sapientes de que tienen apenas dos meses para revalidarse, se dejan la vida, el sudor y, probablemente la sangre, en llenar las horas que el jefe hace rodeado de un equipo completo y rebosante de políticos declarando en pasillos y escaños tratando de marcar eso que ahora se llama el relato del día.
El sustituto no tiene nada de eso. Tiene noticias chuscas, colaboradores de broma que suelen ser sus propios compañeros de redacción dispuestos también a echar una mano para rellenar los meses hasta la vuelta del mesías de las ondas correspondiente.
Tiene, inevitablemente, ante el silencio ocioso de los políticos, que hacer entrevistas a un señor que hace botijos en La Rioja, a una compañía de teatro que estrena una obra muy divertida en una terraza de Madrid, al experto en series que sólo lo va a ser durante esos días para hacernos fresquitas recomendaciones para las noches en el apartamento de la playa.
El sustituto no tiene, por no tener, ni siquiera la voz del titular y eso hace que nuestro oído viciado rechace sus dejes, sus muletillas y sus tonos con la misma pasión con la que se ha acostumbrado a las manías sonoras de quien tiene diez meses para acariciarnos el tímpano.
Acercándose septiembre, el sustituto comienza a pregonar insistentemente y con desmedida ilusión, la pronta llegada del rey de las ondas, y, poco a poco, se va despidiendo con la voz de esos días de gloria en los que el trono era suyo y el micrófono, con afonía y la imprescindible intensidad, le ha pertenecido.
Él, como nosotros de su jefe, se ha enamorado se su voz en el auricular, de hacer gestos al técnico para que meta música o entre publicidad, de que entre gente en el estudio con papeles que él procede a leer con alguna noticia inesperada que, normalmente, en verano, suele ser una muerte.
Se ha enamorado lo suficiente como para volver a la mesa de redacción a esperar que, este año, su jefe le deje, al menos, hacer el minuto de El Corte Inglés.