Odiar el verano
Las bicicletas son para el verano. Y el verano es para odiarlo; cada vez se apuntan más. ¡Cuánto agobia y cuánto cansa y cuánto suda y cuánto fantasea y cuánto frustra y cuánto cuesta!... El verano es ley férrea y, por tal, lo ve dictadura quien tenga en la recámara un corazón algo ácrata o un rebelde ante lo obsesivo, lo masivo y lo pasivo. El verano, con o sin vacación, es pura coña que, como femenino de coño, exige bragas cara-vista y no el «a calzón roto, cojón sano». Y si es por descansar, ¡mierda para el verano!, nada mejor que el otoño cuando ya todos reman en el banco de su galera, se despeja la turba en los destinos y así sabe la vacación a privilegio con risilla vengativa. El otoño, sí. Sí que sí. Ahí el sol merece algo de humildad y madruga el atardecer para que quepa en la noche algo más que trasnoche, palinodia o mamadura con su orquitis al volver... y algún que otro equívoco que nos descose el dormir a pierna suelta.
De puro sobrevalorado -o por consumido y no hecho a mano-, el verano va valiendo menos poco a poco... y costando más y más. ¿Qué vacación es esa que después exige otros quince días para reparar tanta fatiga?... ¿y por qué esa vacación hay que mandarla siempre lejos si en nuestro sitio y viendo el yugo es donde mejor se aprecia y se disfruta el dolce far niente o el hacer otras cosas porque sí y sin reloj?... ¿y por qué será que los únicos veranos que recordamos guapos o más o menos felices están presos y casi vivos en la infancia y alguno en la adolescencia tímida o atolondrada?... ¿acaso no se hicieron los veranos para mandar ilusiones al traste?...
Relájese el lector, ya dice adiós, patrás va su torrar y su turrar. Pero aún lo recordarán tres veranillos de calendario fijo: el de san Miguel, el del membrillo y el de san Martín, ese del que hoy se ríe el gocho martinón librándose del banquillo y de un matarile que ya también es raro y se va quedando en folklore o foto sepia. Venga, pues, el otoño renacido, el nuevo curso y los lapiceros nuevos, aunque algún día nos levantemos como tituló su novela Françoise Sagan: «Bonjour tristesse».