Diario de León

AL DÍA
Marta San Miguel

La carretera vertical

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El Desfiladero de la Hermida es una carretera en la que vas rozando las tripas de la tierra durante 22 kilómetros. Así de estrecha, de imponente y vertical resulta esta vía que es la puerta de entrada a los Picos de Europa desde Cantabria y que se abre lo justo como para dejarte entrar de perfil, metiendo tripa. La carretera transita sobre el cauce del río Deva y sus meandros son el trazado que haces entre paredes de hasta 600 metros. Cuando viajan, ¿miran el paisaje o se someten a él? Porque allí, el arcén se reduce a un quitamiedos y da igual a la velocidad que quieras ir o tu prisa porque es imposible superar los 40 km hora, ni falta que hace. Si no han recorrido esta vía hacia el valle de Liébana, hagan la prueba aunque ahora mismo esté en obras y en algunos tramos un semáforo te obligue a parar para compartir el único carril que está habilitado. Porque es ahí, en esa parada, donde el Desfiladero te pone los pelos de punta, cuando ves realmente dónde estás pinado, cuando sientes que estás siendo engullido por la naturaleza, deglutido por el esófago de la montaña con el motor en ralentí.

Este verano, a muchos viajeros les ha tocado esperar en esos semáforos mientras las máquinas hormigoneras echaban su engrudo para ampliar la calzada y otras agujereaban el suelo y levantaban un polvo blanco que cubría las hojas de los árboles como si hubiera nevado. Encerrados entre esas paredes de caliza tan altas que tienes que asomarte por el cristal y doblar el cuello para ver el cielo azul, allá arriba, de repente te asombras de cómo hemos sido capaces de abrir caminos para llegar más alto y más lejos.

Ahora que todos estamos de vuelta, me pregunto qué carretera recordarán de este verano, qué camino han recorrido hacia lo de siempre y sin embargo ha resultado ser distinto, ¿qué trayecto han hecho que les ha llevado más lejos de sí mismos? Qué incordio las obras en El Desfiladero, pero qué bendito tiempo de espera para ver, por ejemplo, quién habita la casa que siempre mirábamos al pasar: en ese estrecho espacio entre la puerta y la calzada de menos, la señora barniza una silla de mimbre, la hija lee un libro, tan cerca de los coches como de la propia montaña, impasibles a las obras y a los turistas; la vida abriéndose camino pase lo que pase.

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