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TRIBUNA

Manuel Garrido
ESCRITOR

Aniversario de fábula

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La sierra de la Cabrera Baja despliega esa grandiosa pincelada que enhiesta su figura subida al horizonte en lontananza. Franjas, trincheras, surcos, solapas o hendiduras pintan su sombra nítida y compacta en el viejo lienzo de la gran montaña a contraluz en leve sesgo del lento atardecer estival. Y pensar que ese lienzo acogió un día el escenario de una batalla, con las llamas invasoras de un incendio cebándose en la vegetación de siempre, florestas y monte bajo, más alguna plantación de pinos. Recordemos ahora fugazmente. El 20 de agosto de 2017 al anochecer se inició un incendio en un punto del valle del río Cabrera a la altura de Losadilla, que cuatro días y una noche después presentaba un balance desolador: unas 10.000 hectáreas arrasadas por el fuego.

Hace siete años. Pitagóricos, cabalistas y demás irredentos fabuladores han señalado el 7 como número místico por excelencia, en cuanto resultado que es de la suma de 3, el número perfecto (la trinidad, las potencias del alma, las lenguas sagradas, las virtudes teologales) y el prestigio del 4 (las estaciones, los puntos cardinales, las edades del hombre, la cantidad de años necesarios para hacer uno bisiesto). Umberto Eco en su novela El nombre de la rosa divulgó con éxito resonante este tipo de elucubraciones tan sorprendentes, como proclives al delirio ensoñador desenfrenado.

Pero el caso es que una cierta falsilla cabalística aplicada por casualidad a este aniversario permitiría la división de esa magnitud en otras dos con la raya en medio del año 2020. Este, conocido como el “año de la pandemia” causada por el coronavirus, dividió la historia que llevamos del siglo. Así pues, tenemos un tiempo de tres años hasta el 20 y otros cuatro hasta el 24: total, siete. Pero además resulta que el territorio afectado pertenece a los municipios de Encinedo y Truchas, los más afectados, más una esquina de Castrillo de Cabrera en término de Nogar: Tres. Y el incendio duró de martes a viernes, ambos incluidos: Cuatro. Y ahí tenemos el número de la perfección, no importa que fatídica en este caso.

Tal vez puedan recibirse con indulgencia tales quiméricos pensamientos, sobrevenidos uno de los días finales agosteños, con un calor de asfixia. Fue al paso por el Morredero, iniciando el descenso hacia Corporales, cuando desde ese punto privilegiado me asomé al escenario por donde discurrió a sus anchas el incendio “cabalístico”, que le impuso a buena parte del mismo el uniforme en negro de la calcinación. Aún más angustioso fue que varios pueblos estuvieron seriamente amenazados, así Trabazos, Forna, Truchillas, Ambasaguas, Santa Eulalia, en este caso por el humo en días de inversión térmica. Y Villarino, donde ocurrió una circunstancia singular. La Guardia Civil mantenía el control sobre los vecinos, cercados como estaban por el fuego, pero lo que ocurrió fue que de pronto un grupito de hombres, cinco o seis, escapó a ese control. El pueblo solo tiene una vía de acceso por carretera, que parte de Iruela. Puesto que por allí no habían salido, se podía temer que, rodeados por el fuego, habían sido tragados por él. En el puesto de mando en León estaban al borde del infarto. Así pasó una larga hora hasta que al fin uno de ellos llamó al pueblo desde el bar de Quintanilla adonde habían ido a echar la partida. Y es que para salir habían utilizado el camino hasta el alto del puerto del Carbajal, que evita el rodeo por Iruela. Los guardias lo desconocían.

Incluso con ese uniforme de la calcinación, a comienzos del otoño yo mismo pude ver ya despuntando en unas praderas de Forna arrasadas y con ramas de arbustos tiznadas de negro esas flores maravillosas, conocidas con nombres populares tan bellos como narcisos de otoño, lirios de otoño. Pero fue sobre todo a la llegada de la primavera cuando se hizo ya bien visible en el paisaje la pugna vegetal incontenible por volver. Así por ejemplo, la fraga de Trabazos, que había quedado completamente carbonizada, comenzó a pintar pequeñas pinceladas de florecitas silvestres, moradas, amarillas, ensayando un grito de fe de vida: ¡aquí estamos, fieles como siempre a la convocación de la primavera! Y por doquier las hierbas de un verde tierno se asomaban a un aire nuevo de cálidos resuellos.

A pesar de los señalamientos contra una persona, no se pudo demostrar la autoría y el atentado quedó impune. Por echarle un poco de humor al asunto, no pasó lo que en otra ocasión no lejos de aquí, todavía en territorio cabreirés. Ocurrió que un hombre de San Pedro de Trones provocó un incendio de cierta entidad en los alrededores del pueblo. La cosa estaba clara y el hombre, que era una persona simple y de pocas luces, fue condenado por el juez al pago de cien mil pesetas, sustituibles por un mes de cárcel. Y esta fue su queja desolada ante el juez por su castigo: “Yo las cien mil pesetas no las tengo, pero a la cárcel tampoco quiero ir, porque me han dicho que allí te dan por el culo”. Dejemos pues una nota de humor ingenuo y sin malicia sonando al fondo de esta recordación fugaz, una pizquita melancólica.

Incluso con ese uniforme de la calcinación, a comienzos del otoño pude ver despuntando en unas praderas de Forna arrasadas y con ramas de arbustos tiznadas de negro esas flores maravillosas, conocidas con nombres populares tan bellos como narcisos de otoño, lirios de otoño