«Ayúdame, papá»
Daniel Sancho gritó sollozante al escuchar su sentencia a condena perpetúa: «Ayúdame, papá». Una súplica antigua como el mundo. Y el padre le ayudará más allá de sus fuerzas y de lo que se merece. Y se arruinará viajando a la cárcel lejana en un país lejano. Y mil veces se le secarán los ojos y aún le seguirán llorando. También, a su madre. Y a su abuela. Una trágica historia esta, que uno intuye que no era irremediable que ocurriese; y no porque haya sido un accidente, pues no lo fue. Más trágica para la víctima mortal y el dolor de los suyos. No me suelen interesar las noticias de sucesos; los crímenes machistas no son sucesos, sino el blues de la vergonzante realidad, sobre los que no cabe mirar a otro lado. Esta historia me conmueve, aunque no es Daniel Sancho alguien con el que puedas empatizar. Pero la compasión tiene más puertas por las que entrar que la empatía. «¡Ayúdame, papá!», suplicó. Es decir: ayúdame como siempre lo has hecho, pese a mí. Qué pesada cruz , que además sus padres portan por separado. En la película, Grupo salvaje, la obra maestra de Sam Peckinpah, dice el viejo mexicano acerca de los bandidos: «Incluso los hombres más malos fueron una vez niños». Posiblemente, Daniel Sancho no es un malvado absoluto. Quizá por ello, el amor de los padres sigue ahí. Sin duda, eran conscientes desde hace mucho que su hijo tenía un problema muy grave con su agresividad, pero también que quedaban destellos del niño bueno que una vez fue. Con la pena de muerte habrían ejecutado los dos lados.
Los medios iremos perdiendo interés en el caso, a no ser que haya acontecimientos que puedan modificarlo, para bien o para mal. Pero los padres seguirán dando su consuelo. El dinero se agota, el amor nunca se cansa de amar, incluso sin fuerzas.
Todas las tragedias son más tristes para quien las sufre. He visto en un informativo que hay un sacerdote católico que visita a los presos españoles en las cárceles tailandesas, un hombre bueno. Dicen, y así lo creo, que la fe hace más soportable el dolor de los desesperados. Mientras escribo me ha venido a la mente el buen ladrón. También, aquellas palabras de Francisco en su primer viaje con periodistas: «¿Quién soy yo para juzgar?».