Manca finezza, falta nobleza
os italianos tenían —es pasado, ya ni ellos la practican— una expresión que resumía cómo debían ser las relaciones entre los opuestos, principalmente en política: «manca fineza». Aunque se puede traducir por «falta finura», en realidad implica mucho más que eso: comportamiento inteligente, sutileza en el trato, elegancia en la expresión, discreción, sentido de la oportunidad y educación.
Es decir, todo lo que nos falta ahora y que, en España, sólo recuerdo que se practicara en los tiempos de la Transición. En Italia se perdió también hace mucho y en España casi ninguno de los que están en la contienda política la ejercen. Algunos ni saben lo que significa.
En la política española de hoy lo que practican casi todos, especialmente desde el poder, es el insulto y la descalificación del contrario, la aniquilación del adversario por medios lícitos o ilícitos, la colonización de las instituciones y su sometimiento a los intereses del partido o del líder, la ocupación de los cargos por personas de fidelidad perruna aunque no tengan preparación ni conocimientos para esas tareas, la eliminación de los valores cívicos para primar los intereses de unos pocos, el retorcimiento de las reglas de juego y de las propias leyes en beneficio personal, la defensa de intereses personales con los medios públicos, la insolidaridad y la incoherencia.
Con todas esas cartas marcadas se juega una partida que puede dar frutos a corto plazo a unos cuantos, pero que es un torpedo en la línea de flotación de la confianza de los ciudadanos en el Estado de Derecho y un mensaje de que si los que tienen el poder lo hacen, por qué nosotros debemos comportarnos éticamente. No sólo es que falta nobleza en el juego político, sobra suciedad.
Cambiar la regeneración por la degeneración de las instituciones públicas y del ejercicio de la política es un juego peligroso. El nombramiento de ministros para cargos donde la independencia es un valor básico —ayer una fiscal del Estado o miembros del Tribunal Constitucional, hoy el gobernador del Banco de España o el intento, frustrado a medias, de domeñar el Poder Judicial— sin que haya ninguna barrera a las puertas giratorias ni a la injerencia política impide, de hecho, que esas instituciones tengan autonomía frente al poder y, por tanto, puedan tener credibilidad. Falta mucha nobleza. La democracia merece líderes que no sean confundidos con trileros.
Un ejemplo menor, pero relevante, de esta perversión del uso del poder está en Correos, una institución que hasta hace poco era excelente, la mayor empresa de España por número de trabajadores, magníficos trabajadores, y que ahora está prácticamente en quiebra. Hoy, cuatro de septiembre, acabo de recibir tres envíos hechos ¡en el mes de julio! Por Correos pasó un pésimo gestor, cuyo único mérito para dirigir esa empresa era haber estado cerca del presidente del Gobierno.
Hoy, después de hacer que Correos perdiera casi mil millones en cinco años y todo su prestigio, ese «gestor» disfruta de otro sillón de altísimo sueldo en otra empresa pública. Pagar los servicios prestados al partido con el dinero de los ciudadanos o garantizarse la servidumbre de las instituciones de forma espuria es una estafa y debería acabar en los tribunales.
Así nos va.