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EL MIRADOR
Luis del Val

Congreso... ¿Para qué?

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Sí. La mayoría de los seres humanos escondemos, dentro del cerebro, un totalitario más o menos adormilado. A algunos empresarios se les despierta cuando se enfrentan a las exigencias sindicales, y el totalitario se despierta y le sugiere lo bien que podrían ir las empresas si los sindicatos estuvieran prohibidos. Hay dirigentes sindicales que, cuando los jueces fallan en contra de las reclamaciones de los trabajadores, sueñan con un país donde la interpretación de las leyes las llevarán a cabo los sindicatos y así sucesivamente.

Pedro I, El Mentiroso, descubrió que el Senado —con mayoría del PP— tenía la osadía de enmendarle la plana al Congreso, y puso en marcha una campaña, donde se adoctrinaba que la soberanía popular residía en el Congreso de los Diputados. Muy bien pensado. Si el Senado no obedece tus deseos, desprestigiemos el Senado. Pero sucedió que, un mal día, el Congreso también dejó de obedecerle, y las propuestas que llevaba eran rechazadas y perdía las votaciones. Entonces, el totalitario que lleva dentro le indicó que, al fin y al cabo, el Congreso era bueno cuando le permitía ganar una moción de censura o investirle como presidente, pero no lo necesitaba para gobernar. Convencido de la utilidad de tal aserto, anunció que prescindía del Congreso, y no lo necesitaba para nada. Ni presupuestos, ni leyes, ni debates, ni tonterías que hacen perder mucho tiempo.

Según la nueva teoría política de Pedro I, El Mentiroso, una vez que los diputados le han investido como presidente del Gobierno, podrían marcharse a casa, y cobrar tranquilamente su paga, sin esos engorrosos viajes a Madrid, y esas pérdidas de tiempo en esos debates donde se suele celebrar el funeral de Cicerón, en particular, y de la oratoria, en general.

Convertida la Fiscalía General del Estado en Fiscalía General del Gobierno; la Abogacía del Estado en Abogacía del Gobierno; el Tribunal Constitucional en Tribunal Constitucional Gubernamental, quedaba ese grano en el culo del totalitario llamado Congreso de los Diputados, pero se le ignora y ya está. Sólo hay un problema: cuando los decretos leyes generen más problemas que soluciones habrá que buscar la fórmula para echarle la culpa al PP, cuyos diputados estarán en casa, mudos.