La revoltosa
Hay algunos que hacen la revolución viendo programas de televisión, sale barato, y hay otros que los financian para que sus adeptos tengan la sensación de que, de un modo u otro, la revolución es inminente y el cambio social está a las puertas. Son los mismos, por cierto, que pagan a sus novias los servicios prestados con dinero público y se hacen millonarios a costa de la candidez infinita de sus votantes. Por no hablar de los infames podemitas que execran al presidente electo de Venezuela y santifican al matón Maduro, ese dictador cuya sola visión debería producir horror visceral en cualquier mente libre.
Reconozco que la otra noche, viendo en mi pantalla de 65 pulgadas la entrevista de Pablo Motos al personaje de la familia real borbónica, me sentí un jacobino y me entraron ganas de hacer la revolución y proclamar la república, sueño húmedo del sanchismo. Así soy de compulsivo. Y pensé sobre la marcha: pobre Motos, hasta dónde tiene que rebajarse para mantener su programa contra las amenazas. Cambié de canal, por instinto, me fui a La 1 en busca de la solución a mis dilemas políticos y me enfrenté al revoltoso programa de Broncano sin miedo ni ira. A los diez minutos, contemplando el ridículo espectáculo del presentador y sus adláteres, me sentía más monárquico que Peñafiel y me dio el impulso incontenible de cambiar de vida y no solo de canal otra vez, sí, mudarme a Palma para siempre y volverme adicto a la vida náutica del brazo de Victoria Federica o de cualquier otro representante aristocrático de las élites nacionales. La televisión nos hace volátiles y necesitamos una brújula ética, una aguja de marear, como decían los antiguos, que nos oriente entre tanta basura y tanta estupidez. Apagué el televisor, avergonzado, y me puse a leer ‘Biografía de X’ de Catherine Lacey. Sin darme cuenta, en menos de cinco minutos, mi cerebro volaba libre por los espacios siderales de la inteligencia, la belleza y el espíritu. Quién nos obliga, me dije, a consumir a diario los detritos de este vertedero, el sórdido patio de vecinos que es, en suma, la sociedad del espectáculo. En razón de qué imperativo nos vemos obligados a claudicar ante las demandas demagógicas y degradantes de la comunicación televisiva. Vivimos inmersos en un mundo de miseria moral y tópicos zarzueleros, lo que el poeta Blake llamaba la organización social de la miseria, y solo nos importa saber quién está detrás, o con qué fines, de un programa de televisión para descerebrados. Qué pena de país.