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La vida es complicada de por sí, lo que no quita que pongamos todo de nuestra parte para complicarla un poco más.

Para añadirle complicaciones, disponemos, no sé, de las guerras propiamente dichas y de las guerras comerciales entre grandes potencias, de las guerrillas retóricas entre gobierno y oposición, de las noticias falsas y de la inteligencia artificial, de TikTok y de Instagram, de los estados democráticos que optan por transformarse en Estados terroristas en nombre de la democracia y, en fin, de ese catálogo creciente de fantoches en cuyas manos vamos dejando el rumbo de las realidades colectivas. Etcétera. (Muy etcétera y mucho etcétera, que diría alguno).

Aparte de los referidos, hay un factor de complicación en boga: el de la alimentación. En una época en que los cocineros aplican conceptos casi metafísicos a su tarea y en que cualquier comensal se concede a sí mismo el doble grado de ‘gourmet’ y de sumiller, el caso es que ya no sabemos ni lo que comemos, en buena parte porque el etiquetado de los comestibles nos suena a poema épico, pues el nombre de los aditivos alimentarios parecen de héroes míticos: azul de antraquinona, betacaroteno, licopeno de blakeslea trispora.

Hemos llegado al punto en que leer la etiqueta de un producto comestible nos produce el mismo efecto aterrador que leer el prospecto de un fármaco, de modo que no leemos ninguno de los dos, para de ese modo no renunciar a alimentarnos ni a curarnos.

Se da la paradoja, además, de que muchas de esas sustancias misteriosas que se añaden a los alimentos son las que, según avisan los expertos, nos conducen a medio o largo plazo al consumo de medicamentos, lo que nos traslada de nuevo al territorio incómodo de la paradoja: si los alimentos no llevasen esos aditivos que aseguran su conservación prolongada, una buena parte de la humanidad moriría de desnutrición, aunque otra buena parte de ella morirá precisamente por nutrirse.

Dicho de otro modo: para que muchos podamos comer más o menos bien, todos tenemos que comer más o menos mal. (Nuestra pequeña dosis diaria de pelargonidina, que podría ser el nombre de una princesa medieval, o de tiabendazol, el nombre de un caudillo tártaro).

Según el ‘influencer’ que nos depare el azar, el hecho de tomarse en ayunas un batido de puerros, zanahorias, cúrcuma, aguacate y remolacha nos purificará el hígado, dará tersura a nuestro cutis o nos provocará una diarrea depurativa. Según el médico que nos toque, el café será dañino para nuestra presión arterial o un escudo contra la diabetes. Y así hasta donde queramos.

En cualquier caso, buen provecho.