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Releer en estos días los ensayos incluidos en el volumen Sobre la guerra, de Rafael Sánchez Ferlosio, publicado en 2007 por Destino y seguramente descatalogado, es un ejercicio que conduce una y otra vez a la melancolía, pero a la vez representa un baño de lucidez que compensa al lector de los argumentos a menudo pueriles con que se justifican las guerras del presente —como la que se libra en Ucrania y un pedazo de Rusia o la que tras nivelar el territorio de Gaza empieza a sacudir el Líbano— o se bendicen las del ayer. Véanse, entre nosotros, la guerra civil o esa campaña que durante medio siglo unos autoproclamados gudaris sostuvieron contra sus conciudadanos indefensos.

Como señala con inteligencia Ferlosio, cuanto más noble y elevada es la causa que se invoca para desatar la matanza —a ser posible de los otros, pero con aporte a menudo generoso de cadáveres propios—, más viles son los medios empleados. El que hace la guerra en nombre de Dios, de la razón, de la libertad o de cualquiera de las patrias, siempre insatisfechas e irredentas, que las armas sostienen frente a los incrédulos, no tiene reparos en echar mano de las soluciones más abyectas, siempre que le sirvan para prevalecer. Bombas atómicas —dos—, ataques por la espalda, liquidación aceptada de niños y no combatientes como daños colaterales, bombas de racimo, armas termobáricas.

Añora Ferlosio, y el lector con él, los tiempos honestos de los griegos y los romanos, que no se cargaban de razones de ese jaez para acometer al oponente; simplemente defendían con la fuerza disponible los intereses de su polis, como en la guerra del Peloponeso, o combatían para extender el dominio de su urbe a lo largo y ancho del Mare Nostrum. Exentos de una ética de los fines, practicaban una ética de los medios, que resultaba no solo más caballerosa, sino también mas humana. Refiere el autor el caso, recogido por Plutarco, del general romano Camilo, quien asediando la ciudad de Falerios, en Etruria, rehusó aprovechar la traición del maestro local, que se pasó a su campo llevando consigo a todos los niños. Camilo entregó al maestro y devolvió a los niños sanos y salvos a sus padres, renunciando así a la baza que le había caído del cielo para lograr la rendición de la ciudad. Los faliscos, afirma Plutarco, lo bendijeron por poner la justicia por encima de la victoria. En nuestras guerras modernas, dice Ferlosio, se pone la victoria por encima de cualquier justicia. Así se nos sirve cada día, en el telediario, nuestra ración de horror.

Cuanto más noble y elevada es la causa que se invoca para desatar la matanza más viles son los medios empleados