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TRIBUNA

ENRIQUE ORTEGA HERREROS
Médico psiquiatra jubilado

Reflexiones sobre la inmigración

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El tema es complejo y problemático. Se trata nada más y nada menos que de abordar y «regular» una tendencia humana presente desde el principio de los tiempos. La emigración ha sido una constante en la historia de la humanidad. Empleo, indistintamente, los términos emigración e inmigración, que en su esencia determinan lo mismo, y, sin embargo, son considerados de forma totalmente distinta. El emigrante es el mismo cuando sale de su país que cuando llega a otro país. Prescindo del término migrante (aun siendo muy correcto), que no sé por qué me recuerda al nómada, sin más. El ser humano ha buscado siempre mejorar su nivel de vida o, simplemente, la supervivencia, trasladándose de un sitio a otro, supuestamente mejor.

De sobra es conocido el cómo se trasladaban los hombres de un lugar a otro. Si el lugar estaba desierto lo tenían fácil. Si estaba ocupado se procedía a parlamentar con el aborigen, bien fuera de buenas maneras o por las malas. Habitualmente era por lo segundo. El triunfo, en general, era el del más fuerte que imponía su ley, bien fuera por las buenas o por las malas. Hasta aquí, las ideas básicas sobre la cuestión.

Pasado el tiempo, aparecieron los llamados estados modernos, con sus fronteras bien definidas y con leyes que promulgaban sus derechos «inalienables» sobre dichos territorios. Ese era un principio sagrado y conllevaba la defensa contra posibles invasores, así como la regulación de las entradas de los extranjeros, duración de las estancias en los mismos etc. Al mismo tiempo o más tarde se planteó que los foráneos, humanos al fin, debían tener algunos derechos en ciertas situaciones, tales como el derecho de asilo, residencia por razones humanitarias etc., etc. Todo ello avalado, por supuesto, por organismos y acuerdos internacionales, así como nacionales. Esas leyes y tratados estaban diseñados, me parece a mí, para «humanizar» a los emigrantes y convertirlos en inmigrantes legales. El problema aparece, primero, con el concepto de «inmigrante ilegal», es decir que su entrada en el nuevo país se lleva a cabo sin el cumplimiento de las normas aplicadas al efecto en esa materia. Es decir, transgreden, o no cumplen, los principios y requisitos que los regulan.

Cuando el país o la Comunidad Europea o internacional tienen que solucionar legalmente la ilegalidad (entrada masiva de emigrantes sin el consentimiento previo y preceptivo), el problema alcanza proporciones gigantescas. Es entonces cuando aparecen posturas encontradas y «postureos» interesados en el asunto, al margen de la complejidad del Derecho en estos temas. Tanto la bondad como el «buenismo» se ponen sobre el tapete. Lo mismo ocurre con las filias y las fobias, los amores y los odios. Cuando no existe ni claridad ni consenso entre los políticos (sin descartar el oportunismo de los mismos) en un tema tan delicado y complejo como este, solamente se pondrán parches para intentar salir a trompicones del atolladero. Se invocarán diferentes derechos de los ilegales, es decir de los transgresores a las propias leyes del país, aduciendo que no es su intención transgredirlas, pero que se ven obligados a hacerlo. Otros se plantearán únicamente que no están de acuerdo con «pasar por alto la transgresión», sin más, y que la ley deba ser aplicada con todo el rigor necesario para preservar el orden y corregir su infracción. Y en medio de este batiburrillo se mezclan el resto de necesidades, egoísmos, temores etc. que esa sociedad lleva en sus profundidades.

Se invoca la necesidad de la mano de obra (principalmente, la «barata»), la reposición del censo poblacional (el futuro autóctono es desesperanzador), incluso el enriquecimiento intercultural, el cruce de razas que amplíen el potencial humano. Sin embargo, al mismo tiempo se invocan los peligros que provocaría (tanto los reales como los incrustados en la fantasía y en el inconsciente colectivo) tal invasión, incluido el desmoronamiento de la cultura de «siempre», así como, por supuesto, los parámetros religiosos-sociales (en estos tiempos cobra mucha importancia la «Islamización». ¿Les suena el término colonización?). Emergen los miedos al extraño, al desconocido, al distinto. Aparecerán en escena en España (omito la de otros países) la historia de la expulsión de los moriscos, los gitanos y los judíos como un precedente de decisión «necesaria y acertada» para preservar la urdimbre de su identidad y supervivencia, «puestas en peligro» por dichos colectivos. El hecho incuestionable de una España diluida en Europa y en el mundo occidental no resta apenas la persistencia de su particular andadura. España ha sido invadida e invasora, conquistada y conquistadora, portadora de la cruz y de la espada, «Caín y Abel», amor y odio a raudales, y todo al mismo tiempo. País de emigrantes, misioneros, portador de valores eternos, generoso y cicatero a la vez, capaz de construir mucha belleza por la mañana y destruirla por la tarde… Parece un milagro que no se haya autodestruido todavía, aunque en ello está. El «yo soy español, español, español» se asemeja más a un grito salvífico, más que triunfal, en busca de una identidad gloriosa y orgullosa, pero que ha quedado prácticamente reducido a momentos deportivos. Yo, en todo caso, echo de menos ese cántico en muchos momentos críticos propiciados por una política torticera y «antiespañola».

Hace falta mucha pedagogía, muchos planteamientos políticos y apolíticos para entendernos y llegar a un consenso en la materia que nos ocupa. Ojalá se llegue a un consenso generoso con el emigrante, pero siempre dentro de la legalidad. Es sabido lo importante que debe tener la fuerza de la ley para evitar la ley de la fuerza. Cuanto más laxas, más acomodaticias, más imprecisas sean las leyes, más posibilidades tendrán los infractores de las mismas para no acatarlas. Y, ya no digamos las mafias. La ley no tiene que ser rígida y mucho menos inhumana o vengativa, sino fuerte, humana y flexible. Es el momento de aplicar el dicho de «mejor es prevenir que curar». España y toda Europa están viendo «las orejas al lobo».

Sé lo difícil, por no decir imposible, que se pueda alcanzar ese consenso preventivo, políticamente hablando, dada la polarización nefasta y escandalosa a la que contribuye sin vergüenza alguna el Gobierno o el desgobierno actual, y una Oposición un tanto deshilvanada y tacticista. Yo creo, sin embargo, que la ciudadanía lo tiene menos difícil. El sentido común está todavía muy presente en ella. Es por eso que creo en la oportunidad, para afrontar esta cuestión, de un llamamiento a la ciudadanía en forma de «referéndum». Tras los debates necesarios llevados a cabo por los diferentes expertos en el tema, y que sean abiertos, sosegados, sinceros, valientes, televisados etc., yo desearía oír al pueblo pronunciarse sobre el asunto de la inmigración de forma serena, sin manipulaciones ni miedos absurdos o interesados. Me imagino lo excepcional de un tal procedimiento, pero creo que el tema en cuestión lo merece. Es «vox populi» que España es un país sorprendente, capaz de «epatar» al mundo, tanto para lo malo como para lo bueno. Ojalá, en este caso, fuese para lo bueno.

España ha sido invadida e invasora, conquistada y conquistadora, portadora de la cruz y de la espada, «Caín y Abel», amor y odio a raudales, y todo al mismo tiempo. País de emigrantes, misioneros, portador de valores eternos, generoso y cicatero a la vez, capaz de construir belleza por la mañana y destruirla por la tarde… Parece un milagro que no se haya autodestruido