Diario de León

Nubes y claros
María J. Muñiz

No es sólo la montaña

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Los despertares del verano, de sus siestas, estaban ligados al run run y el pitido del tren. Era el reloj que marcaba el ritmo del pueblo (menos los domingos, que lo imponía don Honorino a toque recio de campana a misa), en los tiempos en los que la actividad era frenética, de la forma en que lo era el afanado trajín de aquellos pueblos de costumbres casi medievales. El que imponían las vacas tirando del carro, el desordenado rebaño de las ovejas y el zig zag de las guadañas. Un ir y venir continuo entre las urgencias de las estaciones y el andancio de todo cuanto transcurre siempre igual.

El tren de Feve marcaba también los días de la semana (además de don Honorino y su dos caballos). A diario, trayectos más o menos largos en función de si tocaba médico en Garrafe o recados en la capital. O si había que complementar en las tiendas de la ciudad lo que la cantina de Sarita y Manuel ofrecía. Sábados y domingos, jolgorio de excursionistas rumbo a la montaña, y fiesta en los vagones a la ida y a la vuelta.

Aquellas vías por las que escaparon de la miseria decenas de vecinos buscando un futuro mejor en el próspero Bilbao (bien lejano entonces, doce horas de traqueteo que sólo descansaba en cada estación o apeadero). Más atrás quedaba el tiempo en el que hizo de línea de frente en la guerra. Más acá, el que entre la Feve y la Vasco dieron a la Estación de Matallana estatus, que tenía cine y todo.

Por los vagones que pasaron de los asientos de listones de madera al skay, hoy suave terciopelo, circularon la vida y economía del Torío y la montaña. Circulan aún, mermadas por las cosas de León, pero sobre todo desangradas por la inexplicable amputación de su miembro final. El tren no llega al centro de León desde hace trece años, aunque comenzaron a matarlo mucho antes. Un cúmulo de falta de voluntades políticas y nula capacidad de exigencia local ha ido cercenando un proyecto irrenunciable. Más ahora que nunca, porque se ha invertido demasiado como para dejar que la infraestructura se ahogue al borde de la orilla.

La afrenta no sólo ahoga a la montaña. Ayer lo reivindicaron los comerciantes de León: su pulso, crítico, depende en buena medida de este flujo de consumo.

Más allá de todo lo dicho, perpetrado y argumentado, ¿hay quien crea que en tiempos de infraestructuras faraónicas, inversiones astronómicas y soluciones estratosféricas, no haya forma de hacer llegar un par de kilómetros de tren por una vía que ha existe? Anda ya.

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