LA LIEBRE
El desahucio de Feve
Cada pespunte que hacen las traviesas de la vía estrecha montaña arriba cose la historia de ese ferrocarril en el que se embarcó el sueño industrial de esta provincia. A finales del siglo XIX, León escarbó con saña en las vetas de hulla de sus valles para cimentar la riqueza más al norte, donde la misma piedra negra, palada a palada, alimentaba la caldera para alentar el sopló de vapor que viajaba por las trochas que saltan del Torío al Curueño, del Porma al Esla y desde ahí se arraman en un horizonte de vegas camino de ganar la ría de Bilbao. El empeño se llevó la materia prima, bendición y condena, trepado en la grupa de los vagones. En los coches de cola se montaban generaciones de jóvenes ansiosos por forjar el futuro en esos altos hornos de Vizcaya, mientras en el trayecto de vuelto también bajaban a la capital otros tantos para encontrar un sustento ajeno al campo y el ganado, a la mina y el hambre. Hay una deuda por cada uno de esos billetes que se picó camino de otro sitio, un débito con cada uno de esos pueblos a los que ahora el alcalde José Antonio Diez apuesta por dejar a la puerta de la ciudad, sin el último cabo que evita que se entornen más postigos cada otoño y queden los apeaderos para la postal de la despoblación.
El desahucio de Feve reincide en la ingratitud urbanita. La postura del alcalde pone a la ciudad de espaldas a la provincia otra vez con su argumento de que los vecinos de los barrios no echan de menos la vuelta del tren hasta el centro. La visión corta desenfoca la trascendencia de la decisión de perpetuar el tope en La Asunción, donde apenas se apean ahora la mitad de los viajeros que antes del corte, hace ya once años, cruzaban la puerta de la estación de Matallana. Diez se rinde a las órdenes del ministerio de Óscar Puente, como antes lo hicieron Antonio Silván y Emilio Gutiérrez a los recortes de Ana Pastor y sus secuaces, después de que los fastos del tranvía de Francisco Fernández dieran coartada para quitar de en medio la trinchera que se hundió a medida que crecían los edificios en sus márgenes. La capitulación, que contradice todas aquellas soflamas baratas que el ahora alcalde socialista soltaba cuando sólo tenía la responsabilidad de jefe de la oposición frente a un gobierno de otros signo político, denota un síntoma: la ingratitud de la capital con los pueblos que soñaron que León no fuera esto.