Apariciones
En buena medida, y con todas las salvedades posibles, la política tiene mucho que ver con las apariciones de la Virgen sobre una zarza. Me explico. Un día de tantos, alguien anuncia que la Virgen, bajo alguna de sus múltiples advocaciones, se le ha aparecido sobre la zarza de una finca preferiblemente improductiva y sin vallar, y a ser posible cercana a un núcleo urbano, para de ese modo facilitar las futuras peregrinaciones. A poco que haya suerte, esas peregrinaciones no suelen tardar en producirse por parte de los vecinos, con la esperanza de ser testigos de una nueva aparición, posibilidad que, por desgracia, niega la estadística: con una sola aparición, el asunto va que chuta, lo que no quita que los devotos repentinos vayan allí a rezar, a pedir favores y curaciones, o tal vez simplemente a disfrutar de unos minutos de éxtasis místico, ya sea individual o —mejor aún— colectivo. Como no hace falta decir, las personas elegidas por la Virgen como beneficiarias de su aparición ascienden a la categoría de entes semidivinos mediante una especie de beatificación civil, sin necesidad de someterse a los estrictos estándares vaticanos. (Sin ir más lejos, la aparición de la Virgen a cuatro niñas en un descampado próximo al Palmar de Troya dio pie a que se armase allí la de Troya, con catedral neobarroca y papa cismático incluido). Luego viene, en fin, el negocio, que arranca con la venta de estampas y reliquias y que luego, si la cosa va bien, empieza a prosperar gracias a las donaciones de los fieles y a la Divina Providencia.
En política también cuentan mucho las apariciones: aparece de pronto un pretendiente al poder y promete no el paraíso celestial —aunque a veces también—, sino algo más tangible: el paraíso en la tierra. Se trata de una promesa difícil de cumplir, pero muy fácil de formular, que es de lo que se trata: activar la fantasía del pueblo soberano, que a menudo está predispuesto a hacer suyas las más soberanas tonterías. Al contrario que la Virgen, el aspirante al poder se hace omnipresente, para de ese modo dar cauce a su retórica publicitaria, que casi siempre lo es de redención: el denunciante del caos global que se proclama el profeta de un futuro fabuloso. De inmediato, aparecen sus fieles, convencidos de que el ejercicio de la política consiste en hacer lo que uno promete y no lo que uno buenamente puede. Pero el discurso —milagrosamente— cuela. Y no digamos si —milagrosamente— al candidato en cuestión se le aparece sobre la zarza no la Virgen, sino una bolsa con 100 000 euros. Y que no acabe la fiesta.