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Cuerpo a tierra
 Antonio Manilla

Algún día iré a Wyoming

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El mundo, se nos ha dicho, se hace cada día más pequeño con los descubrimientos que vienen a desvelar las sombras. También más plano y triste, porque junto a la grandeza y orgullo por la razón que aclara los misterios, nos sentimos despojados de un capital ideológico heredado imprescindible. No crea nadie que abogamos por ningún tipo de oscurantismo, tan sólo indicamos que cada día es mayor la inflación de mitos, y necesitamos mitos para existir. Tanto los superhéroes como las casas del misterio y las series escapistas cabe interpretarlos en esa línea de carestía mítica a la que nos han abocado el progreso, nuestra innata curiosidad y la incredulidad de la ciencia.

No podemos ni debemos, como especie, rechazar la ciencia que nos ayuda en nuestra evolución, pero tampoco santificarla como nuestra única divinidad. En el podio de nuestras devociones debe continuar habiendo dioses que sean ajenos a lo empírico, porque, mientras existan esas otras divinidades, estará justificada la esperanza. «Ramas del saber ajenas al experimento» las denominó con bondad Elías Canetti, englobando así, además de a las creencias religiosas, al arte y la literatura. Fuentes de ilusión, hontanares en los que arrodillarse a tomar un sorbo fresco que aplaque esa sed de irracionales horizontes que a menudo sostienen la vida. El primer Azorín, el que aún no agrupaba en trinidades los adjetivos, también abogaba por conservar los ensueños: «hay algo entre los hombres», escribía, «que vale más que las realidades que el porvenir guarde para nosotros: este algo es la ilusión».

Invoco todas estas cosas porque, aunque uno nunca deja de leerlo, ahora estoy con una nueva antología del maestro Miguel d´Ors, espléndidamente realizada por Cristina Ferradás para Renacimiento. En sus versos, entre el recuerdo del pasado y los hurtos del tiempo, resplandece la eterna esperanza terrenal encarnada en un topónimo: Wyoming. El estado montañoso norteamericano que se erige en símbolo de lo que quizá no se vivirá jamás, en testigo de un sueño permanente del poeta y montañero gallego, conservando siempre esa aura de pureza de lo intocado. Un país radiante en el que, de ir, seguramente descubriríamos, como se sospecha en los poemas, que tampoco es distinto al resto, sino otro «nombre desabrido de la maldita realidad» que echará sobre nosotros una jaula de sombra. Y, pese a todo, acaso uno no pueda vivir sin pensar que algún día irá a Wyoming, sea cual sea nuestro Wyoming interior.