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Entre otros afanes y oficios, el abuelo Severino era tratante de fincas y ganados y, como rudo católico de comunión diaria, entendía el comercio no sin cierta culpabilidad, quizá como lo hace el mahometano observante al considerarlo una actividad algo indigna que exige rezar antes a Alá para que bendiga la transacción y confunda a una de las partes. Como tratante sabía que la lengua es el martillo y la palabra el clavo, así que procuraba afilarla en la prensa del día, ahí donde el decir ha de ser preciso o guapo porque escrito queda. El periódico era su aula, pizarra en letras de molde y siempre con alguna firma de prosa luminosa y algún argumentar impepinable, de modo que todo artículo que consideraba maestro lo recortaba y bien dobladito lo metía en la cartera, ¡y al bolsillo interior de su chaquetón!, cartera que con tanto papel parecía siempre preñada pidiendo fajita elástica para apresar tanto bulto y dando también la impresión de ir sobradita de billetes, algo por otra parte conveniente en la imagen de un tratante. Pero más valioso que un billete debía considerar algún artículo, porque uno en concreto de Victoriano Crémer lo sacaba alguna vez a pasear o lo releía como si quisiera aprender de carretilla su vocabulario de ingeniosa maldad poética o su estilo para el regate argumental. Zambullido en él estaba un día al volver yo de la escuela y creyó oportuno el comentario: «mira, rapaz, todas las palabras que aquí aparecen no son nada nuevo, todas están en el diccionario, todas; pero la cosa es saber colocarlas en su sitio justo y ese arte sólo lo tienen algunos que hacen del periódico pizarra donde uno aprende» (un abuelo elemental, que se dice). La idea del periódico-pizarra, pues, me es vieja; y años después entendería el papel clave que tiene en la prensa el lenguaje bien adobado, aquel español tan castellanote del Crémer que nació burgalés pero fue leonés en vena toda su vida, aquí, donde las lenguas cazurresas también dan al diccionario su carriego palabrero. Y gracias a ese español convencía don Crémer a don Severino... ¡que era ideológicamente su contrario!...