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Por más que lo intento, no consigo que Ábalos me caiga mal. La gente de vida turbulenta siempre me ha llamado la atención e incluso me ha dado un poco de envidia.

Si alguna vez escribo mi autobiografía, no podré titularla barojianamente Un hombre de acción , salvo que consideremos la posibilidad de que exista una acción estática, introspectiva, paralizante; una acción de mujer, hijo, perro y vermú los domingos. Por eso admiro tanto a Ábalos, con esa formidable voz de taberna a las cinco de la mañana y esa pendenciera barbita de bandolero.

¡Qué gran secundario de Curro Jiménez habría sido! Curro, el Algarrobo, el Estudiante y Ábalos cabalgando por la serranía de Ronda con sus facas espeluznantes al cinto. Un auténtico grupo salvaje. ¡Ya hubiera querido Sam Peckinpah contar con un elenco así!

Un hombre con tres exmujeres y cinco hijos al que todavía le quedan fuerzas para meterse en una «relación particular» con una joven veinteañera demuestra poseer un temperamento titánico e irreductible. ¡Homérico! Eso no se consigue solo con ceregumil; se necesita una genética privilegiada y un arrojo legionario. «Que dejen el piano en el chalé», le ordenó un día a Koldo, y sus seguidores no pensamos en sobrias veladas dedicadas a Brahms o a Mozart, sino en algo turbio e inquietante, arriesgado, vagamente pornográfico.

Normal que se quedara medio dormido en las sesiones del Consejo de Ministros. Aguante usted al muermo de Luis Planas después de vivir esas salvajes noches de rockero desatado.

En comparación, lo de Zaplana, con su moreno de invernadero, sus trajes de corte italiano y su dinero muerto de asco en Andorra, resulta de una vulgaridad irritante.