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Es precisa una mayor vigilia moral, instaurar un espíritu de regeneración —pero de las de verdad, que toda regeneración empieza por uno mismo— y volver a las viejas, buenas, prácticas de democracia progresista y honrada, transparente y participativa

Dice Pedro Almodóvar, que es uno de los españoles que está de moda por el mundo, que el «barullo en la vida política española es inaguantable». Le compro la frase y subo la apuesta: «la inmoralidad en la vida política española es ya insufrible». Podría, pero no tendría espacio para ello, hacerle a usted un listado de todos los episodios de auténtica falta de moral en los que incurre constantemente nuestra vida pública. Episodios de los cuales, cierto, esa cínica negativa del (aún) fiscal general del Estado a dimitir tras haber sido imputado por el Tribunal Supremo no es más que el último eslabón de una cadena que nos tiene apresados. Pienso que hemos llegado a un punto en el que alguien tiene que gritarlo, y creo que a los periodistas también nos corresponde, hasta donde nos toque, hacerlo, alto y claro: ¡basta!

‘¡Basta!’ no es un grito antigubernamental, ni gubernamental; es un grito desesperado, entre otras cosas porque me consta que no toda la ciudadanía siente la necesidad de compartirlo. Una suerte de alienación nubla nuestra vista y nos hace acostumbrarnos a que se normalice que un alto cargo del partido que sustenta al Gobierno negocie con un prófugo, o sea, un forajido. O a que se violente de manera constante la Constitución sin que, por otro lado, desde la oposición, lanzada a una mera campaña de acusaciones y ‘quítese para que me ponga yo’, sea capaz de denunciarlo con la suficiente contundencia y rigor. Hemos hecho de saltarse las reglas de la democracia, las de la separación de poderes, las de la más mínima seguridad jurídica, casi una costumbre. Ya nadie se sorprende por estas minucias.

No podemos, ni debemos, reprimir el grito porque las cifras macroeconómicas vayan bien, que yo creo que sí van bien, aunque no todos las disfruten en igual medida. Ni pensar que el bienestar vacacional, de restaurantes y hoteles llenos hasta la bandera, bastan para sofocar cualquier protesta. Y ojo, que no hablo de salir todos los días en manifestación: demasiado fácil. En lo que yo pienso es en una mayor identificación de los ciudadanos con sus instituciones de control y garantía, en un mayor nivel de exigencia a los jueces, a los medios, para que todos estemos seguros de que estamos cumpliendo con nuestro deber crítico y vigilante.

He participado en un congreso de la sociedad civil que se celebró en Sevilla estos días, y escuché a muchos de los participantes —algunos muy ilustres, por cierto, y procedentes de sectores muy diversos— expresar, con mayor o menor contundencia, ese ‘basta’ que no es solamente un alegato contra quienes se saltan, sorteándolas de una forma u otra, las leyes; es también una protesta contra las formas que envuelven una deficiente ética y una pésima estética en lo que se va convirtiendo casi en práctica rutinaria y que afecta incluso a las estructuras de La Moncloa, a los familiares del presidente, pero no solamente a ellos.

De ninguna manera creo que los periodistas tengan que convertirse en agitadores que gusten a unos u otros —no deberíamos gustar a nadie—, ni los jueces en justicieros, ni los ciudadanos en manifestantes, ni los funcionarios en insumisos: no creo que haya que derribar gobiernos al margen de las urnas, ni tampoco pienso que los gobiernos —o las oposiciones— lo hagan todo bien o todo mal. Simplemente, digo que es precisa una mayor vigilia moral, instaurar un espíritu de regeneración —pero de las de verdad, que toda regeneración empieza por uno mismo— y volver a las viejas, buenas, prácticas de una democracia progresista y honrada, transparente y participativa. En la que el individuo sea el centro de la atención y del trabajo de sus representantes. Hoy, ay, creo que no hay nada de eso. Y ya digo: hay que gritarlo. ¡Basta!