Una pésima noticia
La imputación del fiscal general del Estado por el Tribunal Supremo, por unanimidad de la Sala correspondiente, es una pésima noticia no solo para él y para el Gobierno que lo nombró sino para la confianza de los ciudadanos en la Justicia, para la propia justicia y para el Estado de Derecho. Pero no es una sorpresa. Todos, incluso él, lo esperaban. Casi todos, menos él y quienes tienen que cumplir sus órdenes por mandato legal, estaban seguros de que se iba a producir.
Casi todos los gobiernos han obviado los graves problemas que tiene la justicia y que dañan su funcionamiento y perjudican a los ciudadanos, pero todos, sin excepción, han intentado meter la mano para controlarla, nombrar fiscales «cercanos» —sólo uno, Eduardo Torres Dulce se atrevió a dimitir— y dirigir los otros nombramientos. Pero, como decía Daniel Gascón, «las extralimitaciones del Gobierno (de este Gobierno) poseen un componente novedoso de desvergüenza, profundizan una colonización previa: en la oposición defiende una higiene que desprecia en el poder». La Fiscalía no puede estar dirigida con un mando a distancia desde el Gobierno, como ha dicho el fiscal Viada, o, lo que es incluso peor, los que dirigen una institución como la Fiscalía no pueden actuar como un apéndice al servicio del Gobierno sin que, para ello, sea imprescindible recibir órdenes o que alguien apriete el botón del mando. La división y el desprestigio de la Fiscalía en estos últimos tiempos, especialmente desde la llegada a la misma de la ex ministra Dolores Delgado y, luego, con el nombramiento de Álvaro Ortiz, ha alcanzado cotas inimaginables. Hay que mantener la presunción de inocencia, pero los indicios son muy claros.
Pero el caso del fiscal se suma al descrédito creciente de casi todas las instituciones, desde la Presidencia del Gobierno al Congreso o el Tribunal Constitucional.
Lo que se ocultó, lo que se mintió reiteradamente y lo que se va sabiendo del caso Ábalos-Koldo-¿Sánchez? en relación con la visita de la vicepresidenta de Venezuela, las maletas, el tráfico de dinero de influencias, los dineros cobrados, el pago a la amiga del ex ministro, las órdenes a empresas públicas, etc.; el caso del exembajador Morodo en tiempos de Zapatero y el papel de éste en apoyo a la dictadura; el caso Begoña Gómez; los pagos del presidente Sánchez a Bildu con cambio de leyes para liberación de asesinos etarras a cambio de votos; la aprobación de leyes para que no sea delito desviar fondos públicos para atacar el orden constitucional y beneficiar a los delincuentes independentistas o consagrar privilegios para Cataluña; la rapidez de la presidenta del Congreso en rechazar una decisión del Senado y mandar una ley al BOE; el férreo control de los órganos reguladores y de las empresas públicas colocando a leales que cumplan las órdenes, incluso aunque no estén capacitados técnica y profesionalmente para dirigirlos; las dudas crecientes sobre un Tribunal Constitucional que vota en bloque, siempre a favor del Gobierno; los relevos en la Guardia Civil, presuntamente para tapar, asuntos relacionados con la trama Ábalos-Koldo; la supuesta brigada socialista que desde Ferraz investiga y prepara papeles para desprestigiar a la oposición o que se reúne con empresarios y ex altos cargos del PP para conseguir información contra el partido... Todo vale, todo suma.
Se está montando una fábrica de decepcionados con la democracia y ésta merece, necesita, exige líderes que no enfrenten, que no nos mientan, que no contaminen, que no puedan ser confundidos con delincuentes o que no se presten a camuflar los delitos de otros. Los ciudadanos tenemos el derecho a que nos respeten, a no ser tratados como menores, a no ser engañados. Menos aún desde las instituciones. Si el PP aspira a gobernar algún día debería firmar antes un compromiso expreso en este sentido.