TRIBUNA
En Bembibre paró el tren de Concha Espina
Me gusta la vieja literatura, la que en primavera y verano nacía al amparo de los árboles del campo, y en otoño e invierno sobre las mesas camillas de las casas, vestidas de lujo con amorosas faldas de colores, que, honestamente, pudorosamente, ocultaban la hermosura, el calor, el centro del placer, y de la vida: el brasero encendido.
Tuve, además, la inmensa suerte de leer, de inspirarme, de empezar a escribir cerca de una cocina económica, y de una cocina baja, casi a ras de suelo, con su «gramalleira», y disfruté de estufas de carbón y de serrín, en casa y en la bodega.
Añoro aquellos viejos tiempos. Ahora, en la comodidad, ya no sé si los libros se hacen en solitario, en sociedad limitada, en multitud, o en factoría: ¿Literatura y Cía.?
Voy leyendo, leyendo más despacito que nunca, para hacer memoria, y entre lo viejo y lo olvidado me encuentro con Enrique Gil y Carrasco, que no era ni siquiera parecido a esa imagen que circula por los medios de comunicación, que sólo fue un encargo de la Diputación de León, en 1924, a un excelente fotógrafo de Ponferrada, don Arturo González Nieto.
La verdad es que el gran escritor villafranquino era de raza sajona, de estirpe germánica, y él mismo se describe así en su Anochecer en San Antonio de la Florida : «A juzgar por su fisonomía, cualquiera lo hubiera imaginado nativo de otros climas menos cariñosos que el apacible y templado de España: sin embargo, había nacido en un confín de Castilla... Su vestido era sencillo, rubia su cabellera, azules sus apagados ojos, y en su despejada frente se notaba una ligera tinta de melancolía al parecer habitual». (Vean que se refiere al Bierzo situándolo «en un confín de Castilla»).
Al historiador de la literatura, filólogo y crítico literario, don Rafael Benítez Claros, algunos «ecuánimes» lo descalifican, lo menosprecian, por haber sido «franquista» y miembro del Opus Dei. Por eso algunos dicen que lo que ha escrito sobre nuestro romántico «templario» es mentira, falso, sin valor.
Concha Espina, en su novela La Esfinge Maragata , también se acuerda de nuestro escritor: «Y ambos jóvenes se asomaron a contemplar el frondoso vergel del Bierzo, plácido como un oasis, en el austero y noble solar de León.
¡Bravo país de poesía y de leyenda, de amor y de piedad! He leído El Señor de Bembibre, un libro hermoso y lastimero. No hay hermosura sin lástima. Iba Florinda enlazando con sus propias emociones memorias tristes de la bella y desgraciada Beatriz de Osorio, y de su prometido, don Álvaro Yáñez, tan sin ventura. Pasan ante la ventanilla los castaños y los nogales, vides y olivos, plantas y viveros del mediodía que este privilegiado rincón leonés acoge y fecunda delante de las nieves perpetuas. Y a Florinda le parece escuchar cómo galopa el corcel fogoso donde el Señor de Bembibre lleva en sus brazos a Beatriz, desmayada, las monjas, los abades, los caballeros del Temple, la bravura, la fe, que han arraigado los historiadores y los artistas en el eremítico país del Bierzo.
Erectas las alas de la fantasía, el poeta salva puentes y fosos, discurre con peregrinos y frailes, con reinas penitentes y obispos ermitaños, oye el clamor de las salmodias anacoretas, y asiste al reflorecimiento católico y viril de la religión dominada por el báculo monacal y las encomiendas de los templarios. El Bierzo es una tierra muy propicia al ensueño y al amor».
Princesas del martirio es el título de la «novela» escrita por esta gran escritora cántabra, publicada en 1938, inspirada en la tortura y asesinato, el 28-10-1936, en Pola de Somiedo, de tres enfermeras miembros de Acción Católica y de la Sección Femenina de Falange. La más joven, de 19 años, Olga Pérez Monteserín Núñez, nacida en Astorga, era hija del gran pintor «villafranquino» Demetrio Monteserín, excelente persona.
Quizá por «culpa» de esta obra, al llegar la «democracia» algunos cerebros retorcidos quisieron despreciarla marcándola como mentirosa falangista.
Así son los afanes de los sectarios, siempre enfadados, que sólo viven para insulta, aunque también es cierto que en los últimos tiempos, tratando de buscar o rescatar a mujeres importantes que el machismo repugnante había ocultado o menospreciado, doña Concha ha sido «defendida» y alumbrada por Rogelio Blanco, y Mercedes G. Rojo, en algunos de sus escritos.
El 15-4-1999, en Bierzo 7 publiqué el artículo Enrique Gil, el Señor de Bembibre y el Bierzo , incluido luego, en el 2001, en mi libro A orillas del Burbia, pero los «expertos» literatos del amado Bierzo no lo han leído, ni lo leerán.
Ahora hay «Caballeros Templarios» tan «coherentes» que se declaran anticlericales, de izquierdas y republicanos, es decir: todo lo contrario que El Señor de Bembibre y su autor, don Enrique, que dijo: «Villafranca nació de una ermita levantada por unos sacerdotes de Cluny que administraban los sacramentos a los infinitos peregrinos que iban a Santiago. Carracedo, Vega de Espinareda, San Pedro de Montes, Peñalva y otros pueblos han crecido a la raíz de sus monasterios como otros tantos retoños; y si montañas inaccesibles y valles desiertos abrieron su seno a la agricultura, si las artes y el saber han derramado sus resplandores divinos aun en medio de sus oscuras soledades, es porque las órdenes religiosas desenvolvieron ya entonces aunque imperfectamente y atendiendo principalmente al orden moral, las milagrosas fuerzas del espíritu de asociación».
También recuerda a nuestro gran poeta y escritor romántico, cuyos restos mortales se trasladaron desde Berlín a Villafranca del Bierzo, el erudito Alberto Álvarez de Toledo Ibarra, pues, hace unos años, publicó el siguiente poema burlesco-satírico dedicado a los que tanto les encanta lucirse y aprovecharse rindiendo homenajes póstumos a aquellos grandes hombres que ya no los necesitan. Dice así: «¡Ay mísero de mí, ay infelice!;/ Primero la hinqué en Berlín,/Donde mis carnes deshice,/ Luego mis huesos ya mondos,/ Repatriaron desde allí,/ Yo di un suspiro muy hondo:/ ¡Voy a descansar al fin!/ Mas tampoco en Villafranca/ Se respeta mi reposo,/ Pues vienen a hacerme cisco/ Con discursos muy latosos,/ Y el que una ofrenda floral/ Se traiga un ex guardia idiota,/ Me obliga a manifestar/ Que mi paciencia se agota,/ Y si abandono la tumba,/ Con licencia del señor,/ Van a saber lo que es bueno,/ Pues la Batalla de Otumba/ Resultará un juego ameno».
Leyendo las contundentes afirmaciones de algunos «expertos» sobre la personalidad, el credo, y la forma de ser de Enrique Gil y Carrasco, tengo la sensación de no conocerlo, de no haberlo leído nunca, de no entender sus palabras, frases y argumentos, pues, mi opinión es muy distinta. Y digo que Gil y Carrasco fue un conservador moderado, tradicionalista, defensor de la familia como célula social esencial e invariable. Criticaba y estaba en total desacuerdo con su amigo Espronceda, al que considera demasiado exaltado, revolucionario, destructivo. Gil, en El Señor de Bembibre, se muestra y se declara admirador de la tradición judeo-cristiana, y protesta contra la política anticlerical iniciada con leyes tan funestas como la de Desamortización de Mendizábal.
Posiblemente, Mateo Garza fuera un buen boticario, simpático, de carácter noble y abierto que desbordaba amabilidad. También es entendible que sus paisanos lo recordemos con afecto por haber sido alcalde de Ponferrada en 1860, pero no como «dramaturgo». Llevó al escenario la inmortal novela El Señor de Bembibre, y le salió mal. Su pretendido «drama», en cuatro actos, en verso, se merece el olvido.
Miguel Hernández dedicó Elegía a su amigo fallecido Ramón Sijé, y nadie ha dudado de su orientación sexual. Nicomedes Pastor Diaz Corbelle, conservador, católico practicante, honestísimo en su vida y en su labor política como ministro, escribió La inmortalidad: Epístola a Genaro, y no lo han tildado de «despistado sexual».
Enrique Gil y Carrasco publicó en El Español, en enero de 1838, su poema La campana de la oración, llorando la muerte de su querido amigo Guillermo Baylina y, sin embargo, algunos malpensados, envidiosos del Bierzo, ven en sus versos «incertidumbre sexual».
Enrique Gil y Carrasco era un santo varón que le encantaban las mujeres de su amado Bierzo. ¡Bendita sea su obra!
El Bierzo debería estar rebosante de violetas.
Con toda Burbialidad.