Muerte sin relato
El viernes se mató Jorge. Dijo a su mujer y a sus dos hijos que subía a la azotea de su casa para tender ropa, escaló la valla de seguridad del alféizar del patio común y se tiró. Y ahí acaba el relato. Nadie había notado nada. Sus amigos hablaban de aquella última vez que habían hablado con él, del ‘meme’ que les mandó al WhatsApp ese que tienen para hablar de fútbol y mandarse chorradas.
Su mujer miraba a los asistentes al funeral con años venidos encima en dos días y los ojos dolidos de llorar y de no saber si pedir perdón por algo. A todos les intentaba dar las pocas explicaciones que tenía: sólo que hacía dos semanas que lo notaba más delgado, ni un signo de tristeza, ni un gemido durmiendo, ni el más mínimo cambio en su carácter que era, por otro lado, encantador y bueno, bueno de bondad casi simplona. Jorge había mantenido esa sonrisa ante todo y ante todos 55 años tan férreamente que nadie pudo jamás sospechar que fuese otra cosa que sincera, prácticamente infantil.
Sus hijos, adolescentes, ni siquiera sabían qué cara poner, están justo empezando a entender la vida y, en dos horas, se han enfrentado a asimilar la muerte, la de su padre, asumida voluntariamente, sin explicaciones sentado en el borde de su cama.
En sus ojos podía verse el desconsuelo de por vida, el velo de culpabilidad por si la causa fueron sus malas notas, aquella bronca que tuvieron en verano o la cara de desagrado que ponían mirándolos al móvil cuando Jorge les anunciaba que el domingo comían, otra vez, con los abuelos.
Los que estaban allí llevando el pésame tampoco habían tenido tiempo de ensayar la cara apropiada para un caso así. Trataban de comportarse como en un funeral normal, abrazar a la viuda, musitar un «lo siento mucho», saludar a los conocidos con corrección pero sin efusión y, después, en la cafetería, ante un croissant y un con leche, tratar de encontrar entre todos una explicación, algo que calme el miedo a que nos pueda pasar a nosotros y no sepamos, siquiera, verlo venir.
Jorge se subió a la azotea a tender y luego estaba muerto en la acera de su portal, a la entrada del bazar de alimentación donde compraba el pan y, algunos días, un huevo Kinder para subírselo de postre a su mujer. No dejó una nota porque ni siquiera pensó que tuviera que escribir nada. No hizo testamento porque había aún tiempo para eso, no acudió a terapia porque él estaba perfectamente, no le dio un beso a su familia porque ni sospechaba que no les volvería a ver. No hay relato, no hay asideros, Jorge se mató el viernes. Igual porque la sábana que estaba tratando de tender se cayó a un charco y se volvió a manchar. Igual esa fue la gota, igual ni eso.