Cerrar

Creado:

Actualizado:

Un día, la hacienda alemana le puso la proa a la premio Nobel de Literatura austriaca Elfriede Jelinek. ¿El motivo? La escritora tenía una casa en Baviera que las autoridades fiscales germanas consideraron su residencia habitual, lo que permitía hincarle el diente a su renta mundial, oportunamente acrecida por efecto del galardón sueco. El procedimiento acabó archivado, gracias a que la autora pudo demostrar que su centro vital y de intereses lo tenía en su país natal. Antes de eso, sin embargo, el Estado alemán allanó su casa, le requisó sus papeles e incluso vació de sus ordenadores sus textos literarios no publicados.

Sobre esta traumática experiencia, Jelinek compuso luego, mientras pasaba el confinamiento por la covid en su vivienda de Viena, un monólogo de doscientas páginas, titulado Declaración de persona física y que acaba de traducir al español José Aníbal Campos para la editorial Temporal. Es obligado mencionarlo, porque el texto, repleto de alusiones y juegos de palabras, era un desafío del que sale más que airoso. Entre otras cosas, Jelinek cita al paso a Heidegger, Nietzsche o Freud e invoca un sinfín de escándalos protagonizados por potentados y políticos alemanes y austriacos que evadieron millones y se fueron de rositas. El libro es un ajuste de cuentas en toda regla contra la Alemania que en los años cuarenta del siglo pasado gaseó a casi toda la familia de Jelinek, por judía, y ahora se encarniza con su única superviviente; pero también contra un Estado que se alivia de su impotencia frente a los poderosos —los ricos, las grandes multinacionales, los políticos con agarraderas— triturando a los ciudadanos de a pie, a quienes a menudo se olvida de servir. Puede leerse como el desahogo de una mujer resentida por lo que le pasó, pero no deja de ser un aviso frente al mal que provoca un Estado que en vez de ser la esperanza de los que no tienen otra —que es lo que le da sentido— se convierte en refugio frente a la intemperie para sus funcionarios y la clase política incrustada en él, mientras ignora a la ciudadanía, o la somete a una burocracia —cada vez más, una ciberburocracia— ciega e insensible. «El Estado —dice Jelinek— es un poder desdentado, pero cuando ve a alguien que no agrada a su paladar, saca la dentadura postiza del vaso y se la pone para poder devorar a quien se le antoje». Y así —o fracasando cuando se lo necesita— el Leviatán impotente va alfombrando, decepción tras decepción, el avance de lo peor de cada casa. Advertidos estamos.