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La careta era tan realista que me quedé un rato mirando al tipo con disfraz de payaso asesino sin saber muy bien dónde empezaba el personaje y dónde su actitud amenazante. Gruñía al otro lado del plástico mientras los niños le observaban tapados a su vez con telas diabólicas o con esqueletos pintados sobre el poliéster. En un momento dado, el hombre vestido de Chucky gruñó un poco más alto y acompañó su sonido con un movimiento de brazos como si fuera un oso grizzly, entonces los niños echaron a correr, gritando y riendo como locos, con sus calabazas de plástico en la mano haciendo sonar los escasos caramelos que habían conseguido esa noche de Halloween. En ese momento nos quedamos solos, con las risas sonando de lejos, cada vez más bajo. El hombre se acercó a mí y su cuerpo adoptó un gesto normal. Algo en sus hombros se encogió, su barbilla se hundió. Nos miramos a través de las máscaras. Nos miramos y supimos. Fue ahí cuando lloré en mitad de la tienda. ¿Cómo podemos hacer hueco a la normalidad sin que se nos rompa algo por dentro con lo que está pasando en Valencia? Estos días, cada uno disimula y se disfraza con lo que tiene a mano, y esa noche de Halloween en la que se anularon todas las actividades por respeto, por luto, por solidaridad, mi disfraz era el de una mujer en vaqueros intentado comprar el pan en una tienda donde venden chucherías en plena tragedia. Mi cara no tenía rastros de sangre en la comisura de la boca, tampoco llevaba un cuchillo de plástico atravesándome el cráneo, ni tenía las cuencas de los ojos negras como Fétido Addams, pero ahí estaba, comprando el pan con una normalidad terrorífica. ¿En qué lado de la almohada están colocando lo que vemos; qué hacen con las noticias que estamos leyendo para seguir con su vida, sabiendo que los mensajes de advertencia de la Aemet no se tuvieron en cuenta; en qué bolsillo mental están escondiendo las imágenes de algunos vídeos? Hay quien necesita bajar el volumen de la radio o cambiar de canal en la televisión estos días para no asistir al derrumbamiento colectivo, para no temblar al ver que las instituciones que creíamos infalibles tienen la capacidad de reacción de un caballo cojo. Hay quien, sin embargo, necesita poner todos los canales y gritar desde su trinchera. ¿Qué hacemos ahora con esta doble velocidad, entre la moral y los hechos? Entre la información y el dolor como espectáculo hay un mundo; entre los bulos y el conocimiento científico hay un mundo, y entre la falta total de empatía y las colas de voluntarios hay un mundo. Aunque nos haga llorar, toca mirar, toca saber, frente al riesgo de disfrazar la normalidad de algo más terrorífico.