Diario de León
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A los sosos les tengo mucho miedo. Van por el mundo como auscultando pavimentos, sin levantar la cabeza ni la voz, sin soltarse jamás la melena, sin permitirse un mínimo desahogo. Yo también he acabado siendo bastante soso, qué le vamos a hacer, aunque de joven soñaba con vivir insólitas peripecias periodísticas en lugares remotos. Ahora mismo, sin embargo, mi mayor aventura la vivo los lunes por la tarde en clase de pilates. Entenderán ustedes que aún no haya empezado a escribir mi autobiografía y que a estas alturas nadie de Netflix se haya puesto en contacto conmigo para rodar una serie.

Del mismo modo que hay que cuidarse de los vecinos que siempre saludan, cantera infalible de criminales, debemos prestarles más atención a los sosos. A Óscar, el inspector de la UDEF al que pillaron con 20 millones de euros en casa, le llamaban el Soso o el Anodino, en eso difieren las fuentes, aunque su línea de conducta parece clara: el hombre pasaba por la vida sigilosamente, sin darse más caprichos que acumular billetes y ocultarlos en armarios y paredes. No todos los sosos somos así: yo le encuentro alguna gracia al dinero para gastarlo en antojos absurdos, pero acabar enredado con narcos por pura pulsión acumulativa es alcanzar un nivel extremo de sosería, la insulsez definitiva. Era este Óscar un hombre austero, aburrido, casi virtuoso, y el mero hecho de guardar los billetes entre tabiques era ya una declaración de intenciones. Tener que tirar una pared para comprarse un Lamborghini resulta tan engorroso que al final uno acaba conformándose con el Renault Clio para no meterse en obras en casa. Prefiero a Koldo, que al menos se pegaba buenas mariscadas.

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