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El hecho de que en países de tradición democrática vayan imponiéndose los discursos esencialmente antidemocráticos puede ser síntoma y consecuencia de muchas cosas, pero sobre todo de una: de la tradicional tendencia humana a buscar soluciones que derivan en un problema mayor, por no hablar de nuestra afición a solucionar problemas mediante el método paradójico de crear problemas. ¿La atracción por el desorden disfrazado de orden, por la represión disfrazada de libertad y por el populismo disfrazado de gobierno del pueblo? Quién sabe.

El curso de la historia nos advierte de que, llegados a la cumbre de lo que entendemos por civilización, la dinámica intrínseca de la propia civilización engendra su germen destructivo.

Su mecanismo de regresión a la barbarie. Se activa entonces la nostalgia por una realidad social que nunca ha existido: el paraíso en la tierra. De esa fantasía nostálgica se nutren los políticos que ejercen de redentores, de alarmistas dedicados a encender todas las alarmas, de pregoneros de un futuro perfecto y de denunciantes de un presente catastrófico.

El triunfo electoral de Trump, pongamos por caso, admite muchas lecturas, pero podríamos elegir una sola: un presidente trastornado para un país socialmente trastornado. Un inmediato presidente, además, que da muestras de un trastorno al alza y sustentado en tres pilares peligrosos: la megalomanía, el narcisismo y la ignorancia. Un presidente que perfila ya su aterradora corte de bufones. Un presidente, por si algo faltaba, que vuelve al poder con el afán vengativo de quien fue humillado no por el pueblo norteamericano, porque ya se encargó él de denunciar el pucherazo y de alentar, como pataleta, el asalto a la Casa Blanca, sino humillado por el Sistema, ese concepto vagamente abstracto que sirve para promover teorías conspiranoicas cuando no se controla el Sistema.

Un presidente, en fin, que, a pesar de ser un delincuente en serie, se considera el elegido a dedo por Dios -que desvió la bala para que solo le rozase la oreja- con la misión específica de que América vuelva a ser grande y de que en el resto del mundo reine la paz, la prosperidad y la concordia, con el estado de Israel incluido en el lote.

Lo sorprendente del género humano es que nada de él debe sorprendernos. A veces superamos lo imposible, pero a menudo sobrepasamos lo impensable. Giras el globo terráqueo y vas señalando algunos puntos: EE UU, Argentina, Italia, Venezuela, Rusia, Austria, Hungría, Bélgica, Nicaragua. Y ya que cada cual saque sus conclusiones y establezca su grado de inquietud.