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Cree este lector, puede ser un capricho, que a Éric Vuillard y a su novela Conquistadores, recién aparecida entre nosotros, les habría venido bien prescindir de algún subrayado, como el abuso de los términos ‘iniquidad’ y ‘codicia’ para caracterizar las acciones de Pizarro y compañía en su cruento apoderamiento del Perú.

Señalar que un acto de conquista por la fuerza implica un despliegue codicioso o resulta inicuo -especialmente, desde la perspectiva del conquistado-, es tan innecesario como hacer constar que el fuego quema o el lobo muerde.

Ya en la Odisea se advierte que el navegante hambriento «lleva ruina a las gentes contrarias», y se teme el lector español que tanto énfasis pasa por alto que no era la bonhomía ni la generosidad lo que movía a otros conquistadores, incluido algún paisano de Vuillard.

Hecha esta salvedad, y leído su relato como lo que es, una recreación literaria, el autor francés vuelve a demostrarnos su instinto y su pericia para escoger buenas historias y ahondar en ellas con una mirada y una prosa de innegable atractivo. Y el lector español no puede dejar de deplorar que la literatura en nuestra lengua no se plantee el desafío que, salga airoso de él o no, afronta este narrador en la lengua de Moliére.

Porque más allá de su valor como relato de los hechos históricos -faceta en la que nada añade a las crónicas de los testigos o los textos de historiadores que se han ocupado del episodio-, lo que resulta más interesante es su reflexión sobre la maldición que a menudo trae una conquista sobre aquel que acierta a la hora de consumarla.

Ninguna historia ilustra esta idea mejor que la de Pizarro y sus afiebrados compañeros de aventura. Partiendo muchos de ellos de una situación inicial marcada por la frustración y de la pobreza más extrema, cruzaron las selvas y las cordilleras, derribaron un imperio y se enriquecieron con sus despojos hasta el límite de lo inconcebible.

Su hazaña, lejos de traerles dicha y paz, los arrojó a unos contra otros, los sumió en una insatisfacción irremediable y los acabó empujando a la desgracia. De su alarde heroico o de rapacidad -según se mire- se alimentó un Imperio y nació un país distinto del que encontraron, pero ellos se calcinaron en su propia hoguera.

Tal vez, nos sugiere Vuillard, ese sea el destino de todo hombre que prevalece sobre los otros, por las armas o la política. Llegar a la cima es asegurarse un duro ocaso, y cuanto más abrupta y fabulosa es la ganancia, más atroz es el derrumbe.

Ya lo avisó Heráclito: no es mejor alcanzar todo lo que se quiere.