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Así como existe la cocina precocinada, también hay frases e ideas hechas, muletas que usamos en el contexto de la conversación con la seguridad de que serán un apoyo útil por su aceptación colectiva. Por traer a colación un ejemplo habitual, sin hacer escarnio del cambio climático terrestre, lo cierto es que tan poco ha cambiado el tiempo que el socorrido «parece que va a cambiar el tiempo» sigue ocupando el top de las ocurrencias aparentemente espontáneas con que se evitan los incómodos silencios de ascensor o portal. Una vida humana no es bastante para percibir modificaciones tan pequeñas que se miden en décimas y en décadas, como tampoco lo es para entrar en demasiados detalles sobre el hecho incontestable de que estemos viviendo en el periodo interglaciar de una glaciación. Otro ejemplo habitual de salvavidas vecinal que continúa vigente: «El invierno no se lo come el lobo».

El desarrollo de una idea hecha puede dar para producir una buena columna. El de una frase hecha, para un mal refrán. El articulista de refrito y pensamientos recalentados, el costumbrista de oído, el del temario y la onomástica del día —uno ya no va a tirar la primera piedra contra la actualidad, no sea que vaya a darse—, a estas alturas del oficio, a uno le parece un temerario: sabe que su artículo se va a encontrar con varios comentarios reflejos puede que hasta en la misma página. Evitar lo trillado, como eludir titulares alusivos a libros o películas, es una de las máximas eternas de la prosa de opinión, que no es exactamente la misma que cuando se aborda una columna de análisis, igual que la literatura maravillosa no es idéntica a la fantástica. El análisis es imposible hacerlo sobre asuntos en boga durante el pasado siglo, más que nada porque entonces es historia. Está sujeto a la coyuntura del día, a la frescura del material dispuesto sobre el mostrador, es una reflexión «a bote pronto y sin mayor esfuerzo», que es como Cela —un autor que, pese a ser gallego, nunca fue un escritor de botafumeiro, sino de enema y pera lavativa— describía el «polvo de gallo».

En ese apresuramiento sexual, poner algo, aunque no sea amor. Un poco de sentimiento. O de creatividad gimnástica. Ejercer política cultural a base de ideas hechas y recalentadas, con muletas viejas y desgastadas por el uso, ya no es de recibo en ministerios, ielecés ni concejalías.