EL DERECHO A LO COTIDIANO
Un septiembre más, me encuentro en la misma disyuntiva de todos los años: debo alquilar piso y me debato entre múltiples opciones; no sé si buscar un apartamento luminoso y céntrico, compartir piso en una zona cercana al trabajo y a un gran centro comercial, o mejor hacerme con un chalet adosado en cualquier urbanización impersonal. Este fastidioso proceso de cambio de domicilio cada dos por tres tiene el encanto de cierto nomadismo de postín, que he de confesar que me produce una especial pereza. Bien es cierto que nunca he envidiado a las personas que ya se olvidaron de lo que es buscar piso a costa de hipotecar varias décadas de su vida, además de contribuir de paso al enriquecimiento progresivo de banqueros y constructores. En lo que no me había parado a pensar, es que posiblemente sí que existan personas que me envidien a mí. Son todas aquellas que no pueden acceder a una vivienda digna. Es el caso de la población romaní de Serbia y Eslovenia. Según investigaciones de Amnistía internacional, en el primero de estos países, en zonas como Gazela o Belvil, las autoridades niegan a los romaníes el permiso de residencia, por lo que no pueden acceder a un puesto de trabajo, ni a escuela o sanidad pública, ni, por supuesto, comprar una casa, lo que les obliga a vivir en asentamientos informales de los que son frecuentemente desalojados. Pero más allá de la civilizada Europa, los casos son aún más sangrantes. En Hopley, Zimbabue, 5000 personas fueron desalojadas en 2005 tras la Operación Murambatsvina. El Gobierno les construyó unas viviendas de plástico sin agua potable ni electricidad donde todavía continúan. Estamos tan acostumbrados a llegar a casa, darnos una ducha después de hacer deporte y antes de tumbarnos en nuestro sofá a ver la televisión, a utilizar la lavadora y el lavavajillas, a regar el césped del jardín, que se nos escapa el hecho de que en pleno siglo XXI muchas personas no disfrutan de estos privilegios. Así, resulta difícil de creer que tan sólo 27 estados incluyan en sus constituciones el reconocimiento de los ciudadanos a disfrutar de agua salubre y en cantidad suficiente. Cada semana mueren cerca de 42.000 personas como resultado de enfermedades relacionadas con la escasa calidad del agua y la falta de saneamiento. Más de un 90% son menores de 5 años. Además, en muchos países, esta carencia de salubridad afecta especialmente a las mujeres. Es el caso de Kenia; en Nairobi más de la mitad de la población vive en asentamientos informales. Allí, son las mujeres y niñas las encargadas de recorrer largas distancias a pie para encontrar servicios sanitarios por unas calles que al anochecer se convierten en especialmente peligrosas y en la mayoría de los casos la violencia ejercida contra las mujeres, que suele estar generalizada, queda impune por una acción policial inefectiva. Y no es cuestión de buscar culpables. Porque quizá todos seamos un poco culpables. Simplemente, es cuestión de recordar que son los Estados quienes deben adoptar medidas orientadas a facilitar el acceso a una vivienda digna y a unos servicios básicos por parte de los ciudadanos. Y en un mundo globalizado donde la política internacional ocupa una buena parte de la información diaria, no son solo los Estados de los países en vías de desarrollo los que deben adoptar estas medidas, sino que se debe exigir a los gobiernos y organismos con peso en dicha política que no eludan su responsabilidad ante estos hechos. La Estrategia Mundial de Vivienda definió en 1989 el derecho a la vivienda como “disponer de un lugar donde poderse aislar si se desea, espacio adecuado, seguridad adecuada, iluminación y ventilación adecuada en relación con el trabajo y los servicios básicos, todo ello a un costo razonable”. Sinceramente, creo que no es mucho pedir.