Diario de León
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León

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La vida nos depara sorpresas y últimamente para mi han sido mayúsculas, se lo aseguro, quien me iba a decir hace un año que estas alturas tendría una medalla olímpica y el premio castilla y león del deporte. Aunque si me lo permiten, voy a contarles una historia alejada de la actualidad, sin pretensiones, pero con moraleja. Hace ya algunos años, un niño chaparrete y cazurrín se acercó por casualidad, o más bien por causalidad, hasta un colegio de huérfanos, en el que por cierto, ya no quedaba ni uno, a cambio lo que si había eran balas de cañón, platillos volantes no identificados y lanzas de colores surcando por los aires, a propósito, estaban bien fríos aquella tarde, me refiero a los aires, esos aires que vienen de arriba, de esos picos que se llaman de Europa, cuantas veces los he mirado desde mi rincón del mundo. Perdón que me voy por la ramas, aunque si son ramas de roble o de castaño bienvenidas sean, bueno a lo que iba, resulta que al niño se le ocurrió peguntar, si podía jugar con esas cosas tan raras, curiosamente le dijeron que sí, cuando en casa hubiese sido que no, agarro una bala de hierro que yacía inerte en el suelo, se colocó dentro del círculo de lanzamiento y la arrojó tan lejos como pudo, aquella primera vez, el orbe no voló más allá de los cinco pasos, aunque fueron los pasos más largos que podía dar, ingenuamente pensó –“dando los pasos muy grandes parecerá que he lanzado más lejos”. La figura inmóvil e impasible del señor que le había concedido el permiso para lanzar, le obligó a volver a intentarlo, esta vez fue el señor quien dio los pasos, esta vez más comedidos y esta vez fueron siete los que contaron entre el círculo y la bola enterrada en el barro. La pregunta no se hizo esperar –“¿Cuántos años tienes?”. La respuesta fue automática –“Doce”. El niño era parco en palabras y generoso en timidez. –“¿Te gustaría volver a intentarlo otro día?”. El señor impasible había cambiado ligeramente su actitud, ahora parecía más accesible, incluso amable. –“¡Vale!”. El jovencito no esperó más, se subió a lomos de su bicicleta y apretó con fuerza los pedales, cuando ya llevaba un rato dando a la catalina, a lo lejos, oyó una voz que gritaba –“¡Entrenamos a las seis!”. El niño chaparrete volvió al día siguiente y al otro, hizo todo lo que el señor impasible le dijo sin rechistar y de buena gana. A la vuelta de un año, exactamente el mismo día que se vieron por primera vez, volvieron a medir con pasos comedidos el vuelo del acero, solo que esta vez fueron catorce. El comentario se hizo esperar –“¿Te acuerdas que hace justo un año lanzaste siete metros? Has visto lo que se puede conseguir repitiendo las cosas cientos de veces”. Y así fue como aquel niño aprendió que el espíritu de superación, hermano de la constancia y primo de la paciencia, siempre da buenos resultados.

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