Diario de León
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León

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“Ser español es mejor que ser turco, a la gente no le gustamos las personas de Turquía”. Lo dijo tan convencido… Era mi primera conversación con Mustafá. Él quería aprender a decir “Hola, soy español” y lo repetía una y otra vez seguro de que esas palabras extranjeras le abrirían las puertas que su país le había cerrado. Era el efecto de la xenofobia en un adolescente, un joven que preferiría tener en su nombre el origen de quienes no se detienen a conocerle para juzgarle. “¡Qué vergüenza ser español!” Cuando cierran hospitales, cuando se conoce el caso de corrupción de turno, cuando nuestra selección no llega a la final de un Mundial de Fútbol… Hay una generación en España que no recordamos lo que es un telediario, un periódico o una conversación familiar sin la palabra “crisis”. Pero al final, todos salimos de España orgullosos de nuestra siesta, nuestra paella y nuestras playas. Y allí estaba Mustafá, pronunciando palabras embusteras, creyendo que la gente olvidaría sus prejuicios porque él se presentara con un saludo al estilo español. Me tenía fascinada cómo negaba su país, o cómo admiraba el nuestro. No estamos faltos de gente que rehúsa ser de España, pero al menos esas personas defienden un origen frente a otro. A Mustafá, sin Turquía, ¿qué le queda? Quise preguntarle más, pero al ver mi interés en conocer los peores fantasmas de su país, se retrajo y cambió de tema. Él siguió practicando su recién aprendido español, ajeno e indiferente, mientras yo digería aquella pequeña ración de realidad. En mi sociedad, los jóvenes soñamos con comernos el mundo, en la de Mustafá el mundo se come a los jóvenes que sueñan. Unos días después, pude continuar aquella conversación con Halit. Halit también estudia en Turquía, pero nació en Armenia. Y eso me permitió preguntar por la sociedad turca sin herir los sentimientos nacionales de nadie. Halit intentó justificar la reacción de Mustafá: “Conocen las limitaciones de su libertad, pero no hablan mal de su país por ese aprecio que todos tenemos hacia nuestros orígenes”. Pensaba que Mustafá rehuía de su país, pero zanjar la conversación cuando me interesé por las deficiencias de Turquía, resulta que había sido un gesto de respeto. ¡Qué contradicción! Y entonces, Halit me preguntó por Cataluña. ¿Cuántos de ustedes sitúan Armenia o saben cuál es su capital? Porque este chico tenía su propia opinión fundamentada sobre nuestros problemas independentistas. Seguro que Halit tiene menos facilidades para conseguir información sobre “Catalonia” que cualquier estudiante español para saber qué tipo de gobierno tiene Turquía. Pero quien quiere, casi siempre puede. Casi siempre porque un día Halit me pidió que eliminara una foto de una red social que “podía herir la sensibilidad de sus amigos turcos”. En la foto aparecíamos en un bar con nuestros amigos y Halit sostenía una cerveza en la mano. Borré aquella foto mientras la distancia entre Turquía y Occidente crecía. Poco después, se abrió una página en la misma red social en contra de que los estudiantes musulmanes entraran en la discoteca más grande de la ciudad. Aquello volvió a recortar distancia entre la Europa que exhibimos curada de intolerancia y la tierra de Mustafá. Halit intentó explicarme algo más: “Mis compañeras de clase no podrían ir vestidas como tú vas ahora”. Bajé la mirada y repasé mi ropa intentando encontrar la prenda que podría provocar a todo un Estado. No la encontré. Botas de invierno, medias negras y tupidas, falda negra por encima de la rodilla, jersey… quizás la única provocación era que yo podía abrir mi armario y elegir.

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